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enojo le duro toda una noche, en la cual el que lo acompañaba lo oyó
suspirar y gemir como un niño. Y estas impresiones eran incalmables,
pues en todas me esforcé por hacerlo y siempre Ie pedí perdón o traté de
satisfacerlo, sin acertar a encontrar jamás el medio de que se tranquilizara.
En otra ocasión fue tanto lo que me dijo y tales las palabras que usó,
que la hermana que me acompañaba se puso a llorar. El lo observó y se
retiró a un rastrojo, pues estábamos en una posada, viniendo del Sarare.
Pasadas varias horas se presentó y llamándome con mucha calma me dijo:
¿Por qué lloro la hermana? ¿Sería por mi enojo con usted? Le contesté que
no hiciera caso, que las mujeres llorábamos por todo; que no se inquietara
ni estuviera apenado. En fin, lo tranquilicé, pero me dijo: Yo no puedo
convenir con hacer sufrir a las hermanas. Dígale a la hermana que no vol-
veré a hacerla sufrir. Este propósito duró dos días, porque a los dos días
echó el pobre padre la peor de las peleas y me ultrajó pésimamente. Se
veía pues, que una tentación terrible obraba en el padre y que él mismo
deploraba estas cosas, en cuanto eran duras para las hermanas.
Es necesario advertir, que el padre era cortés y culto y que con nadie se
portó jamás así, lo que denuncia, no maldad suya, sino designios de Dios
conmigo. Pasaba como con el padre Elías, de quien tanto he hablado; fue
mi apoyo, mi ayudador y llegó hasta sufrir persecución por sostener la
verdad de mi espíritu y sin embargo él mismo confesaba que no podía
tratarme bien y que sería duro conmigo siempre. Cuando alguna vez me
tiró con mucha fuerza y rabia, dándome un puñetazo, lo confesó ingenua-
mente. Y cuando otra vez, hablando de los hombres que les pegan a las
mujeres, me dijo que él era incapaz de pegarle a una mujer, entonces rién-
dome le dije: ¿Y cómo en el camino de Murrí me pegó a mí? Entonces me
dijo: ¡Es que usted ni mujer es! Respuesta ingeniosa que merecía un co-
mentario, pero que es mejor lo haga el lector.
Así le pasaría al padre Enrique. ¡Sentiría ese profundo desprecio y aun
rabia con ésa que ¡ni mujer es! Y de ahí esas cosas tan incomprensibles.
No ve, padre, que hay quienes tienen luz muy especial y alcanzan a ver
lo que otros no perciben? Pues el padre Elías lo que amaba en mí era la
obra de Dios; pero conocía muy bien que el sujeto ¡ni mujer era! Y ya ve
padre mío, que ser menos que mujer, en la especie humana, ¡es ya bastante
miseria, es bastante poquedad! Es, padre, que sin duda los padres Elías y
Enrique, entendieron bien y distinguieron los dos rayones de que hablo al
principio. Pero lo muy de notarse que el rayón negro hace tantos años que
dejó su puesto al rayón de luz, que es raro que lo distingan bien.
Capítulo LVII. Incidentes con el padre Rochereau