961 de la casa, y pensó que no había razón para que allí no lo hiciera, y sí había necesidad. Otro día, las fiestas y honores habían de hacérsenos en la plaza. Para el efecto habían preparado unos pabelloncitos que debíamos visitar sucesi- vamente. Cada uno de ellos estaba adornado de distinta manera. Ostenta- ban unos, animales útiles, otros productos vegetales, etc. Como cada uno representaba las haciendas que en cien años, se habían fundado en el Sarare, cada uno iba adornado según lo que la hacienda había producido. En todos había algo que debían vender para hacerse a recursos para ayudar a la misión. Había pues, señoras o alguna persona encargada de vender lico- res, pastas, dulces, etc, Comenzamos el desfile el señor obispo, varios sacerdotes y las misio- neras. A la entrada de cada pabellón, una niña me dirigía la palabra y refe- ría la historia de la hacienda que representaba. Desde la primera, la histo- ria terminó en un fracaso de la hacienda y el sitio que ocupó había vuelto a cubrirse de selva. Su dueño, mordido por una culebra o herido por la fiebre, había muerto sin dejar utilidad de sus arduos trabajos sarareños, a su posteridad. Una vez terminada la arenga de la niña, esperó que Ie con- testara y todos los circunstantes tenían mirada de expectativa, como quien dice: a ver por donde sale la Madre. Me dirigí a la niña en actitud de respuesta muy familiar y le dije: Seño- rita, si la historia de la hacienda paró en muertos y tristezas, ¿que más he de decir sino un Requiem muy devoto por esas almas? Y luego: "Requiem eterna dona eis Domine". Todos contestaron lo correspondiente y cele- brando el discurso pasamos a otro pabellón. En él se repitió la escena y así en todos, pues de todas las haciendas que habían fundado sólo la de Santa Librada, de nueva fundación y que sería la nuestra, existía. Todas habían sucumbido a la voracidad del clima, de la culebra y demás inconvenientes de aquella tierra. Como el último pabellón representaba precisamente la de Santa Libra- da, la hacienda regalada por el reverendo padre Ramírez a la misión, en ella hablaron de un porvenir halagador, por consiguiente no me quedaba bien el Requiem; pero pedí un Ave María porque las misioneras no corrie- ran la misma suerte de los fundadores de las anteriores haciendas. Todos se rieron celebrando eso de poner la gente a rezar en pleno desfile y se terminó la cosa. Capítulo LVI. Recepción en Labateca