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voy a las tres de la mañana, me dijo y antes de esa hora celebro. Pues las
hermanas oirán su misa, le respondí y después se asomará vuestra reve-
rencia al coro para que me las bendiga. ¡Bueno, me contestó y salió!
Lo que por mi alma pasó entonces, fue toda una oleada de confianza:
Un mundo de abandono, un mar de calma y de paz. Todo el dolor que
amenazaba salir al exterior en forma de borrasca formidable, se estrelló
contra mi baluarte de confianza y de paz. Dios mío, ¿qué hubiera sido de
mi corazón si lo dejas inundado en este dolor? Pero es el Señor, grande en
su misericordia y en lugar de una explosión dolorosa que hubiera quizás,
desalentado a las hermanas, o inundándolas también, hizo como en la tem-
pestad del Tiberíades: "Calla, enmudece!", diría allá en lo íntimo de mi
alma, como sobre las aguas del mar, que amenazaban inundar la pobre
barca de los apóstoles.
Vi que todo cuanto estaba en mi poder lo había hecho; que me había
mostrado resuelta a todo sacrificio y que sin embargo, el abismo se había
abierto y pensé en ocultos designios ya de misericordia, ya de justicia que
Dios tendría, a los cuales podrían conducir estos desastres y eso produjo
en mi alma paz, confianza y amor.
Frecuentemente me punzaban los reclamos de los indios; después la
aspereza con que eran recibidos y que me mostraba a las claras cuál sería
su situación una vez nosotras ausentes; pero aquello no pasaba de la sensi-
bilidad exterior, algo parecido a lo que llamamos lástima. De esta calma
pude hacer participantes a las hermanas, quienes lloraban sobre las ruinas
de sus sudores y sacrificios.
Diez años hacía que estábamos allí, regando la semilla con un fervor
que hoy me sorprende, sin omitir sacrificio porque en cada uno de los que
se presentaban nos parecía que iba la salvación de esos pobrecitos indios y
la amadísima gloria que a Dios debíamos darle en cada caso, de donde
resultaba ese fervor que quizás no pudo ser bien entendido por los padres.
¡Y de esto no me queda duda, padre, porque con mucha frecuencia me
dijeron que ellos no creían en la pureza de los móviles de nuestro trabajo y
siempre pensaron que era vanidad vil lo que nos llevaba al sacrificio! ¡Dios
mío, sabes que si yo conociera que la vanidad me movía al trabajo o que
movía a una de mis hijas, la arrancaría como a áspid de quien esperaba la
punzada mortal!
Alguna vez me dijo el padre Elías que a él también Ie había dado traba-
jo creer en la pureza de nuestras intenciones y móviles, no porque ellos en
Capítulo LIII. Dolorosa determinación del señor prefecto