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de las misiones. Esto me asombra no poco: ¡Cómo es que Dios se vale de
una mujerzuela para cosa de su gloria!
Salimos de Bogotá con tres postulantes que habían recibido la aproba-
ción del señor. nuncio y la señorita Perdomo recibió además de él, una
buena ayuda para su dote. Esto y lo de la conferencia, fueron las únicas
prendas que llevaban a creer que no creía muy descaminada la Congrega-
ción.
En una de las visitas a la casa de los jesuitas conocí al padre Campoamor
de quien muchas cosas sabía por el reverendo padre Arteaga. A este padre
le había pedido las niñas que tenía en el Golfo. Mucha sorpresa tuve cuan-
do él con un desagrado grande me dijo: Yo no di mi consentimiento para
que se fueran estas muchachas; esa empresa del señor Arteaga no tiene
plan de salir. Al pedir esas niñas que yo tenía en una casa de agricultura
aquí, me dijo que eran para reemplazar a las misioneras de la Madre Laura
porque con ellas tenía algunas diferencias; pero yo no le pregunté cuáles;
sólo sé que no di mi consentimiento y que se fueron sin él; que les he
negado la bendición cuando me la han pedido en carta.
Noté pues que estaba muy disgustado el padre; pero la gran noticia que
me dio, fue lo de que el señor Arteaga las había llevado al Golfo para
reemplazar a las misioneras. A mí me había comunicado, cuando las lleva-
ba, que era sólo como sirvientas para ellos y para las hermanas. Después,
por supuesto, comenzó la hora de suplantación de que creo haber hablado;
pero siempre negándolo de palabra. Di gracias a mi Dios por haberme
hecho conocer esto que me ponía en posesión de la verdad, respecto de las
intenciones del señor prefecto y su proyectada fundación.
Capítulo LII. Regreso a Antioquia