712
En Cartagena
Llegamos a Cartagena, en donde sólo pensé estaríamos una semana.
Nos hospedamos en el colegio de la Presentación, en donde las hermanas
nos recibieron con caridad excepcional. Una cosa curiosa y que prueba
más el dicho de Carmelita de que solamente tengo la cualidad de ser boba,
es el que se me olvidó, al llegar a Cartagena que allí estaba el mar, que
nunca había conocido, de modo que cuando el señor arzobispo me pregun-
tó cómo me había parecido el mar, advertí que no me había acordado de
buscarlo. ¡Y la casa de las hermanas lo tenía a su orilla, es decir que con
salir a una azotea se tenía al pie! A mí esto me sorprende poco; pero sí da
la idea de cómo un solo pensamiento me dominaba. Después sí supe sacar-
le al mar su jugo. Conseguí permiso de la superiora de levantarme a las
cuatro e irme a la azotea con el fin de hacer allí mi oración.
Y qué bien me venía para composición del lugar, un pelícano que en un
nidito formado de espumas, se mecía en las olas. ¡Qué era yo entonces
sino un pelícano que me mecía tranquilamente en medio de la inmensidad
de Dios! ¡Pero Dios es el Señor del mar, cuánto pues, superaba mi mar al
que mecía al pelícano! Aquella inmensidad cuyas olas azotaban la base de
la muralla que también me quedaba a los pies, me parecía como el ala de
mi Dios, amparando sus criaturas y meditaba aquellas palabras: ¡Mi Dios
y mi amparador! ¡Entonces era cuando Dios me daba esas centellitas que
fortalecen y me sentía capaz de todo, amparada como me sentía! Todas las
mañanas, pues, nutría mi alma con esta oración delante del mar y después
con la Sagrada Comunión.
No es pues de extrañar que hubiera podido soportar con calma las cosas
que a continuación diré. Conviene advertir, padre, para que no se tomen
las cosas del modo más común, que mi oración ante el mar no era poética
ni nada de eso, según entiendo. La soledad y majestad del mar, me ayudaban
a la oración, pero era sólo Dios quien ocupaba mi mente. Así lo he creído
y puedo juzgarlo también por el amor que me dejaba, acompañado del
vehemente deseo de servir a Dios cada vez mejor. Sin embargo, puedo
equivocarme.
Extraña determinación del señor Brioschi
Me presenté al señor arzobispo con quien hacía muchos años tenía co-
rrespondencia, pero al que nunca había visto ni tratado. Me recibió con la
mayor amabilidad y como a amiga vieja o hija vieja. En las primeras visi-
tas sólo me habló de lo que debía hacer en Cartagena. En una reunión de
Capítulo XLIII. En Cartagena - Extraña determinación del señor Brioschi