559 Tuvimos pues, que pedir posada en la mitad del camino y allí permane- cer un día, esperando que la fiebre cediera. Con esta demora, las provisio- nes de viaje naturalmente sufrieron menoscabo y veremos lo demás ade- lante. Llegamos a Rioverde; poco antes de entrar a la casa, se presentó Luis Sapia, un indio que después murió cristiano y nos dijo que si casa de her- manas tenía cepilla (quería decir, capilla) no le gustaba. ¡Casa con cepilla, repetía, no gusta! No nos explicábamos por qué rechazaba la capilla; pero como después intentó levantar toda su familia de nuestra vecindad, para llevarla hasta Murrí, le pedí explicación y aunque no sabía castellano, pude entenderle que, en épocas de revolución, había oído la palabra capilla, como la prepa- ración que les daban a los que van a sufrir la pena de muerte, y creyó que era ya la preparación para matar a todos los indios. Por eso decía tan triste: ¡Tu casa con cepilla, no gusta!¡ Pobrecitos! No fue muy fácil calmarlo y evitar que se llevara a la familia. Tanto agradecimiento sentí al llegar a esa casita, segundo nidito misio- nero que el Señor nos daba, y tanta compasión y dolor al ver aquella casita rodeada de infieles que nos miraban, asustados unos e indolentes otros, que sin casi pensarlo propuse a las compañeras que no entráramos a la casa sino de rodillas y que le ofreciéramos a Dios, el recorrerla y conocer- la, andando en la misma forma, a la vez, que rezábamos algunos salmos. ¡Las compañeras, que a nada decían que no, emprendieron aquella opera- ción, a pesar de estar cansadas, con hambre y enfermas! Confieso que si hubiera pensado en estos inconvenientes, no les hubiera hecho la propues- ta; pero sólo mi dolor interior me empujaba, sin dejarme pensar otra cosa. Hicimos el recorrido de la casita, que como no era pequeña resultó un poco largo, ¡rezando y llorando con un fervor rebosante de amargura agra- decida que después no he vuelto a sentir! ¡Bendito sea Dios con todas estas cosas con que nos regalaba! Terminada la correría, fuimos a ver si había que comer y ¡de qué modo instalábamos al padre! ¡Dios mío! La casa era toda una laguna. El cuarto del señor cura no estaba terminado y saltaba agua por donde quiera, no había cocina. Sólo las celditas de las hermanas estaban habitables y la capilla, aunque no terminada, prestaba algún servicio para el culto. Aquella casita, colocada entre dos colinas verdes y hecha de paja, larga y angosta, se presentaba a primera vista, como una barquita en un mar Capítulo XXXIV. Segundo nidito misionero