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Tuvimos pues, que pedir posada en la mitad del camino y allí permane-
cer un día, esperando que la fiebre cediera. Con esta demora, las provisio-
nes de viaje naturalmente sufrieron menoscabo y veremos lo demás ade-
lante.
Llegamos a Rioverde; poco antes de entrar a la casa, se presentó Luis
Sapia, un indio que después murió cristiano y nos dijo que si casa de her-
manas tenía cepilla (quería decir, capilla) no le gustaba. ¡Casa con cepilla,
repetía, no gusta!
No nos explicábamos por qué rechazaba la capilla; pero como después
intentó levantar toda su familia de nuestra vecindad, para llevarla hasta
Murrí, le pedí explicación y aunque no sabía castellano, pude entenderle
que, en épocas de revolución, había oído la palabra capilla, como la prepa-
ración que les daban a los que van a sufrir la pena de muerte, y creyó que
era ya la preparación para matar a todos los indios. Por eso decía tan triste:
¡Tu casa con cepilla, no gusta!¡ Pobrecitos! No fue muy fácil calmarlo y
evitar que se llevara a la familia.
Tanto agradecimiento sentí al llegar a esa casita, segundo nidito misio-
nero que el Señor nos daba, y tanta compasión y dolor al ver aquella casita
rodeada de infieles que nos miraban, asustados unos e indolentes otros,
que sin casi pensarlo propuse a las compañeras que no entráramos a la
casa sino de rodillas y que le ofreciéramos a Dios, el recorrerla y conocer-
la, andando en la misma forma, a la vez, que rezábamos algunos salmos.
¡Las compañeras, que a nada decían que no, emprendieron aquella opera-
ción, a pesar de estar cansadas, con hambre y enfermas! Confieso que si
hubiera pensado en estos inconvenientes, no les hubiera hecho la propues-
ta; pero sólo mi dolor interior me empujaba, sin dejarme pensar otra cosa.
Hicimos el recorrido de la casita, que como no era pequeña resultó un
poco largo, ¡rezando y llorando con un fervor rebosante de amargura agra-
decida que después no he vuelto a sentir! ¡Bendito sea Dios con todas
estas cosas con que nos regalaba!
Terminada la correría, fuimos a ver si había que comer y ¡de qué modo
instalábamos al padre! ¡Dios mío! La casa era toda una laguna. El cuarto
del señor cura no estaba terminado y saltaba agua por donde quiera, no
había cocina. Sólo las celditas de las hermanas estaban habitables y la
capilla, aunque no terminada, prestaba algún servicio para el culto.
Aquella casita, colocada entre dos colinas verdes y hecha de paja, larga
y angosta, se presentaba a primera vista, como una barquita en un mar
Capítulo XXXIV. Segundo nidito misionero