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madre los hiciera si no se hubiera afanado por aprender. A todas les daba la
mano y sobre mí ejercía su autoridad con alguna energía y con mucho bien
para la obra.
Además, como fue supremamente graciosa, sin quererlo y sin advertir-
lo, pues era enemiga de caracteres chistosos, servía mucho para sostener
la alegría de las demás en aquellas circunstancias tan poco propicias para
ello. Tenia mucho amor de las almas y a Dios lo amaba con ternura tan
grande que contribuyó mucho a infundir en las hermanas esa decisión que
se ha notado siempre en ellas.
Pero su labor en esta vez fue corta: Muy pronto quizás dentro de los
primeros cuatro meses enfermó de gravedad. Últimamente encuentro un
apunte que me hace ver que la enfermedad de mi madre le comenzó el 25
de diciembre. Se le desarrolló a causa del mucho trabajo que tuvo, hacien-
do la primera nochebuena de los indios, es decir, después de la primera
fiesta que se les hizo. La pobre no tenía en dónde tirarse. Como ya dije,
solamente de noche se podía arreglar así algo como nidos en el suelo, para
tirarnos; pero en el día, todo se llenaba. En el cuartito que habíamos sepa-
rado del saloncito en donde aquellos muchachos gritaban y hasta blasfe-
maban, en donde se recibía los curiosos y se atendía a los indios, se le
juntaron dos baúles y sobre ellos, al pie de las provisiones, de las ropas y
de cuanto teníamos, en un estrechura imponderable, se tiró con una fiebre
altísima en medio de aquella continua bulla, sin que se le oyera quejarse.
¡Dios le habrá premiado en buena medida su generosidad!
La primera rebelión de la enfermedad la pasó así. Tan luego como estu-
vo de ponerse en camino, la mandé a Frontino en busca de médico y recur-
sos. Un hombre la llevó en un carguero* y estuvo en gran peligro su vida
porque al pasar por el camino, cayó repentinamente un árbol carcomido
por los años. Por fortuna o mejor por Providencia de Dios, el hombre, a
pesar del gran peso que llevaba, saltó y el árbol cayó a un ladito de ellos
produciendo en el suelo el estrago que hubiera hecho en ella y el carguero.
Naturalmente, la pobre se impresionó y no dejó de sufrir mucho. En
Frontino se alojó en la casa de doña Clara Arango de Jaramillo, señora
pobre pero muy caritativa. Allí se agravó tanto que los médicos, la decla-
raron mortal y su enfermedad era un cáncer, ya en su completo desarrollo.
¡Me llamaron para que presenciara su muerte!
He de confesar, padre, que mi mamá sólo murió cuando quise entregar-
la y que Dios respetó siempre, durante nueve años, mi deseo de conservar-
la. Me duele mucho decir esto, porque sólo pasaba entre Dios y yo. Ya
Capítulo XXX. Mi madre enferma de gravedad