365 Por cumplir con el señor obispo y con nuestros amigos Vélez, se resol- vió el padre Uribe a proporcionarnos el viaje, convencido de que al ver a los indios, nos desalentaríamos. En el hotel en donde estábamos, nos proporcionaron manera de vernos con algunos indios que salían al pueblo. Entre otros, vimos allí al capitán de Chontaduro, viejecito el más entendido de cuantos había en la región. En éste confiaba un poco el padre Uribe, pero él manifestó que no nos recibiría en su tribu. Hicimos servir comida en el hotel, para cuantos indios llegaban. Esto, y que los sentáramos a la mesa con nosotras, causó suma extrañeza al pue- blo entero, que no quería abandonar el hotel, para ver aquello tan raro. Todos decían: Si son animales, ¿cómo los sientan a la mesa? Tuvimos que decirle a la señora del hotel que rehusaba que los indios comieran en sus trastos*, que se los pagábamos. Tan bondadosa fue, que al fin no quiso cobrarlos. Salimos para Rioverde con nuestros amigos, don Félix y su señora, la más respetable del pueblo; con el señor cura y un caballero llamado don Estanislao Echeverri, a quien había invitado el pa- dre, como muy conocedor de aquella región. El viaje fue difícil, debido a que las cabalgaduras no eran propias; pero visitamos la región con sorpresa de todos. Tratamos a varios indios y nues- tros compañeros se asustaron de nuestra generosidad con los infelices sal- vajes. Al pasar por un sitio de tierra como removida, me dijeron que allí enterraban sus muertos los indios. Le rogué al padre que rezáramos un responso por esas almas y con indiferencia glacial me contestó: Lo rezare- mos por los muertos del contorno, lo que es por los aquí enterrados no, porque deben estar en el infierno... Esta palabra fue un rayo para mí, no pude menos, que dejar correr las lágrimas. Se rezó el responso y luego comentando el incidente, confesó ingenuamente el padre, que jamás se le había ocurrido hacer nada por los indios; que una vez había sentido pena, porque habiendo sido llamado para confesar a un campesino, se acercó a preguntar por la casa, a una habitación de indios en donde agonizaba uno y que a la vuelta había visto que lo amortajaban, porque ya había muerto y que sólo entonces pensó que tenía alma y que quizás hubiera podido hacerle un poco de bien. Debo decir, que éste, era uno de los sacerdotes más celosos de la dióce- sis y muy ejemplar. En esto se ve, cuán abandonados se tenían los indios y Capítulo XXIII. Viaje a Occidente