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bajo que lo sea más que yo, de donde se sigue que el más vil lugar, me
honraría grandemente.
Sigue pues, Señor, tomando tu víctima y no me escasees dolores si ellos
han de consumar el holocausto.
Comprendo que mi camino único y seguro es el de la humillación. Dos
cosas hay que hacer: La una es mía y la otra es tuya. La mía es humillarme
constantemente y la tuya, es santificarme levantando sobre mis ruinas un
monumento de vuestra gloria. Comprendo que mientras más me humille,
más gloriosa será para Ti mi santificación. Por eso anhelo lo humillación,
como el sediento desea las aguas. Más todavía: Anhelo la humillación con
un deseo que comprendo ser emanado de vuestro mismo corazón y que
tiene fuerza casi divina. ¡Deja pues que me aniquile a impulsos de vuestra
santidad infinita!.
Ni con estos actos, mi opresión calmó; pero me entregué a la santidad
de Dios, con toda el alma. Este fenómeno duró hasta que estuve en la
misión y comprendí que las dificultades y trabajos del apostolado me ali-
viaban lentamente de su peso, hasta que desapareció dejando su lugar, a
otro.
Capítulo XXII. Víctima de la santidad de Dios