277
- Es que no está tan loca que merezca el manicomio; pero si sigue, segu-
ramente, habrá que llevarla.
Conocí entonces que existían unas misioneras Terciarias Franciscanas
y resolví escribirles proponiéndoles que vinieran a trabajar con los infieles
de Colombia. Me contestaron que me agradecían y que comunicarían a
Roma pidiendo la licencia. Me consolé un poco, pero no tardó la carta en
venir, diciendo que las Constituciones del Instituto no permitían esa clase
de trabajos. Nueva pena para mi alma.
Un sólo dolor y una sola aspiración
Un solo dolor y una sola aspiración había en mi vida: ¡Dios ultrajado y
no conocido y mi ansia por darlo a conocer! Eso era cuanto se agitaba en
mi alma desolada. No tenía desolación propiamente mía. ¡Era la desola-
ción de mi Dios desconocido! Esto, padre mío, se dice fácilmente ¡pero
sentirlo, eso es otra cosa!
Gastaba horas enteras forjándome tormentos que igualaran al que sen-
tía y todos me parecían meros alivios para mi dolor. ¡Ay, padre! Yo sí
podía abarcar entonces las expresiones de San Pablo y de Moisés cuando,
ardiendo en celo decía el primero que quería ser anatema por sus herma-
nos ( Rom. 9,3) y el segundo: "Bórrame a mí, del libro de la vida". (Ex. 32,
32). Muchas veces, dando clase de historia sagrada me inundaba en llanto
ante el dolor de Moisés, al contemplar el desdoro que había de tener el
Nombre Santísimo de Dios ante los egipcios, si estrellaba su pueblo en el
desierto. ¡Ay! caridad como ésta no se hubiera podido concebir, si la Sa-
grada Escritura no nos la mostrara en estos dos héroes del celo apostólico.
Mi alma ardía en el deseo de hacer algo grande por que mi Dios fuera
conocido y mi compasión por los infieles se hizo muy inferior a mi deseo
de ver a Dios conocido y amado como se merece. Siempre el deseo se
estrellaba contra mi suprema impotencia y mi dolor tomaba proporciones
desconocidas. Sin embargo, no me daba por vencida y ya que nada podía
hacer, reduje mi oración a estas palabras:
Yo no puedo ni merezco, pero Tú Señor puedes hacerte conocer y ha-
certe amar. ¡No invoco otra razón que la gloria de vuestro mismo Nombre!
Esto me daba paz y la seguridad de que Dios pasaría por encima de mi
impotencia y mi miseria.
Capítulo XVIII. Un solo dolor y una sola aspiración