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que estaba oyendo un gramófono y que ni entonces ni después, tenía tiem-
po para atenderme.
El ardor del deseo de austeridades que siempre me había acompañado,
creció tanto que, sin pensar en que necesitaba permiso, me azotaba sin
consideración, en las horas que podía tener de soledad. Ni advertía que mi
salud, especialmente atacada por el hambre, pues los alimentos me falta-
ban por descuido de la mujer, que también fue instrumento de Dios enton-
ces, podría quebrantarse demasiado.
¡Mi amargura necesitada amargase más! Un día llegó una señorita de
Medellín que temperaba allí y, por una ventana del salón de clase me dijo:
Laura, recíbame este poquito de leche, que le he atraído escondido, pero
no me hable, porque me irá muy mal en la casa en donde estoy. Por esto,
deduje que todos me eran adversos. Le recibí su caridad, cumpliendo la
condición.
Todo lo hasta aquí dicho, es nada, comparado con la pena que sigue:
Vino a la Ceja el padre Ulpiano y me mandó llamar al confesionario, para
decirme que él no se volvería a meter conmigo porque sin duda ninguna,
yo tendría algún crimen muy grande, oculto, cuando de esa manera me
trataba Dios. Y que, además, para la buena reputación de un sacerdote, no
estaba bien amistad ni de confesión, con una persona como yo.
Me hizo enseguida un examen tan fuerte acerca de pecados que no co-
nocía yo, ni sospechaba que los hubiera, que mi pena llegó a su colmo, al
conocer tales horrores. Queriendo conocer lo que tanto conocía, es decir,
si yo conservaba mi virginidad, me dijo, con una claridad aterradora, la
manera cómo la mujer perdía la virginidad. Esto me aterró todavía más,
pues ni sospechaba cosa tan horrible. Debió quedar satisfecho del examen
porque palpó mi horror y vio, con mis preguntas y respuestas que no podía
menos de ser virgen. Sin embargo, repitió su propósito de no entenderse
más conmigo.
Luego me dijo que mi madre estaba ya en Medellín, pero que la tenía
engañada, para que no supiera mi situación. Según estaban las cosas, no
podía ni esperar consuelo en una carta de ella, ni de nadie. En todo aquel
tiempo, ya por una cosa o ya por otra, no recibí ni noticia de ella, ni de
Carmelita.
Me fui con tales y tan hondas impresiones, a la casita y una vez, ence-
rrada en ella, se me vino a la imaginación cuanto de inmundo encierra el
Capítulo XIV. Testimonio de mi amor a la cruz