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de vida y calidad de amor, era la de los Dolores; sin embargo, como no
escogí, por parecerme ofensivo a la Señora de mi corazón, tan amable en
todas sus advocaciones, se me pegó la del colegio y ella, la Señora
Inmaculada, me atrajo de tal modo a sí, que ya me es imposible pensar
siquiera, que no sea ella como el centro de mi vida. Cuando he sufrido
mucho, ella se me parece a una sonrisa que me alumbra en el dolor. ¡En
ella tengo puesta mi esperanza para todo!
En fin, tuve un tiempo en que sus grandezas me ofuscaban, por tener
que verla finita, con cualidades tales que parece que sobrepasan la capaci-
dad de lo finito; pero a fuerza de mirarme en ella y de mirarla en Jesús, no
me ofusca y antes, es como la explicación de muchas cosas bellas. ¡Ay
Padre! ¡Sus ojos deben ser el cielo del Cielo! ¿No es verdad?
Desde que sentí la herida del dolor de los pobres infieles, sobre todo, el
amor de esta señora de mi corazón, se impuso de tal modo en mi alma, que
no dudo que es ella la autora de ese dolor, tan fuerte que me mata, por esos
pobrecitos que no conocen a Dios. Creo que ella es quien ha abierto la
herida y ha encendido el fuego en mi corazón. ¡Imposible escribir lo que
ella es a mi alma! ¡No! ¡no hay para qué ensayar palabras! Si Jesús es mi
dolor, ella es mi alegría, pero una alegría que se convierte en algo celestial
que no tiene nombre.
Yo quisiera que todos los hombres supieran lo que es ella, para el cora-
zón que la ama. Gracias a Dios que hace mucho tiempo que no sé decir
nada de ella, porque me pongo a llorar y no acierto a decir nada, porque
esas cosas es mejor dejarlas calladas que desvirtuarlas con palabras. Sin
embargo, agradezco mucho a los predicadores que hablen de ella y ¡ojalá
todos lo hicieran sin cesar!
Me parece que en este siglo de misiones, su amor se extenderá más,
porque la difusión de la fe lo necesita.
Vocación profética
Un día comulgué en la capilla del palacio, como solía hacerlo y después
de la comunión sentí tan fuerte deseo de servir a Dios que me puse a pen-
sar qué cosa podría darle en cambio de que se dejara servir de mí. Repasé
muy bien y vi que cuanto tenía se lo había ofrecido ya. Sentí una angustia
profunda al ver que nada me quedaba para comprarle, por decirlo así, la
gracia que anhelaba con la mayor fuerza concebible. Sin duda ninguna,
esta angustia me puso fuera de mí, y en ella pensé que aún me quedaba mi
Capítulo XII. Vocación profética