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perdiéramos por el monte, aunque nos matáramos. Dios mío ¡qué instante
tan terrible!
La calmé diciéndole que no siendo yo finca muy productiva, sino más
bien cosa que demandaba gasto, no veía por qué habían de robarme y no
había razón tampoco para suponer que la mataran, porque tenían que su-
poner por el traje que nos habían visto, que éramos pobres y nada conse-
guirían con matarla. Y, además, le dije con energía: Dios no es un muñeco
de palo que promete para no cumplir, ni es tan bajo que no guarde a los que
le aman. Yo puedo jurar que le amo con todo mi corazón; usted también le
ama, me consta de ello. Entonces, ¿cómo podemos temer males extremos?
No quiero que tenga esos pensamientos que ofenden a Dios. Él puede
sacarnos de este caso, hasta por medio de los beodos del Porce. Es que
usted no entiende de peligros hija, me repetía ella, temblando y llorando.
Yo no puedo considerarla a usted en manos de hombres perversos. Dios
mío, más bien que un rayo de estos nos mate, para que no sea violada la
virtud. ¡Dios mío! y lloraba repitiendo siempre: Es que Laura no entiende.
Sí, entiendo y mucho, le dije, de lo bueno que es Dios y verá que nos va a
socorrer en el momento.
Al decir esto, oímos gritos lejanos... Mi madre temblaba más, luego los
gritos se distinguieron; decían: Mis señoras.. Mi madre dijo: Los hombres
que vienen a robársela, Dios mío. Yo dije: El socorro de Dios que llega.
Quise contestar pero mi madre no me dejó. Poco rato después los gritos se
oyeron cerca. Entonces, por encima de todo, contesté: ¡señor! ¡señorcito!
Mi madre temblaba y yo veía mi confianza colmada. Pocos minutos des-
pués llegó un hombre con linterna en mano y viéndonos decía: ¡Cuánto
me han hecho sufrir mis señoras! Desde las cuatro vengo detrás de ustedes
sin poderlas alcanzar… Mi madre casi gritaba - ¿Por qué quería alcanzar-
nos señor?, le dije. -Porque yo estaba en mi trabajito sembrando maíz,
cuando ustedes pasaron por mi casita como a las once. Desde esa hora yo
dije: hay una nube muy grande por el lado de Donmatías y en el alto, esas
señoras no van a encontrar posada; en el monte, de noche y lloviendo, se
van a matar en un paso muy malo que hay; ¡pobrecitas!
Seguí mi trabajo, sin pensar más; pero cuando vine a la casa, me dijo mi
mujer que era una hija y una nieta de don Lucio Upegui y como él hace
más de veinte años me salvó la vida con su caridad tan grande, no me pude
aguantar en la casa pensando que la familia de Don Lucio estaba por aquí
en trabajos. Fui a buscar quien me pajareara* la rocita y me traje lo que
pude... pero casi no las alcanzo.
Capítulo VIII. Viaje penoso pero providencial a Medellín