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de Regis. A este último le llegó la excomunión media hora después de
muerto, cuando sin duda, ya gozaba de las alegrías del cielo. Con esto
quedaron un poco alentadas y resueltas a todo.
Mas, cuando llegó la anunciada catástrofe, tuvieron gran dolor al ver la
quitada del Santísimo Sacramento, pero llenas de valor y de dolor, se pre-
pararon para verlo salir, y acompañarlo siquiera hasta la calle.
La escena fue dura por demás: formadas las hermanas en dos filas, a lo
largo de la capilla, lloran y sollozan. El reverendo padre Múnera, comisio-
nado por el ilustrísimo señor, pasa por el medio y revestido debidamente,
abre la urna… aumentan los sollozos y el sacerdote parece trepidar…
Resurge la esperanza en las hermanas y miradas suplicantes se posan en la
urna… El sacerdote se levanta de nuevo y con valor, que sin duda le da la
obediencia, saca el sagrado copón, recoge los corporales, después de ins-
peccionar bien la urna, a fin de no dejar ninguna Hostia, ni partícula de
ella y emocionado sale por entre las hermanas que lloran y sollozan por
aquella separación ya irremediable… ¡Ellas acompañan a su adorado Dueño
hasta la calle, y en medio de la más profunda congoja y enceguecidas por
las lágrimas, le siguen con la mirada hasta que se pierde en el recodo de la
calle!.
Vuelven a la capilla y dan una nueva mirada a aquel desmantelo sagra-
rio… Apagan la lámpara testigo mudo de un dolor indefinible, la superio-
ra les infunde valor con algunas palabras entrecortadas por las lágrimas y
salen a guardar en el silencio, cada una su dolor.
¿Cómo fue, que almas tan débiles todavía pues casi todas eran novicias
y postulantas, guardaron la debida prudencia en trance tan terrible? Bene-
ficio es de Dios que debemos agradecer con toda el alma.
Un telegrama enviado con muchas precauciones, a fin de que no fuera
cogido por los reverendos padres eudistas que vigilaban con astucia de
carcelero, me dio a mí la fatal noticia. Les animé con consideraciones
propias por medio de una cartica y ellas, valerosas, siguieron esperando lo
que debía seguir.
Yo, desde hacía un tiempo, le había suplicado al ilustrísimo señor Builes
que me dejara retirar el noviciado de San Pedro, puesto que, dado el enco-
no de los reverendos padres eudistas, se le volvía a él muy difícil el mane-
jarlo. Le rogaba considerara mi situación y me creyera llena de buena
voluntad con él y aún con los padres a los cuales consideraba engañados,
Capítulo LX. Ordenan quitar el Santísimo del noviciado