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Aunque se había hablado mucho de la falta de respeto al señor obispo,
allí no apareció nada al respecto, ni se habló de la gran calumnia al reve-
rendo padre Tressel, total que Dios permite que los que obran contra la
justicia, sin querer, también obren contra la razón y el buen sentido. De
allí en adelante reinó un pánico terrible entre las hermanas: Pero sobre
todo, no podían recordar al padre Abigail, sin sentir ese terror y aún llora-
ban de sólo recordar su semblante. Los niños del internado a quienes se
ocultaban todas las cosas, sólo dijeron al ser interrogados, de por qué no
habían almorzado a esas horas, porque padrecito estaba matriculando a
toda hermana. Pobrecitos, víctimas inocentes.
Inmediatamente enviaron un expreso a comunicarme todo lo ocurrido.
Yo me contenté con escribirles dándoles un poco de fuerza y aconsejándo-
les suma humildad y que se dejaran acabar antes que faltar en lo más míni-
mo ni a la verdad, ni a la humildad.
Le escribí entonces al ilustrísimo señor Builes suplicándole perdón para
el noviciado y asegurándole que no era necesario que él castigara la falta
de respeto con el reverendo padre Tressel, en lo referente a lo de Mercedes
Rosa puesto que como yo ya lo sabía, iba a castigarlo, porque de verdad,
les había faltado prudencia.
La respuesta fue que él sabría hacerse respetar, que no sólo era irrespeto
lo que había en el caso, sino también delincuencia. Total pues, que no
quedaba otro camino que esperar el castigo.
Recibí entonces una carta del reverendo padre Tressel llena de cargos
porque yo le había dicho al señor obispo, que ellos no ayudarían al semi-
nario de misiones y muy repetido en la carta, el reto a que me obligaba por
bien o por mal que le había hecho a su comunidad. Les contesté diciéndo-
les en qué me apoyaba para creer que ellos serían opuestos al seminario y
cómo el mismo padre Enrique Rochereau me lo había dicho claramente y
les decía también, que no se lo había dicho al señor Builes para hacerles
mal en ningún sentido, sino para que él, no se entendiera con ellos antes de
comenzar, a fin de que no lo hicieran desistir, a lo cual me asistía todo
derecho, puesto que estaba en el deber de cuidar esa idea que consideraba
de Dios, y muy para su gloria. Pero que si era necesario reparar algo,
estaba dispuesta a hacerlo porque de ningún modo quería el mal de la
congregación de los eudistas, en prueba de lo cual, les hacía saber que
había bregado mucho porque el reverendo padre Le Doussal, fuera el rec-
tor de dicho seminario, en lo cual era fácil distinguir que no era a la socie-
Capítulo LX. Castigo en el noviciado