995
Pocos días después de haber salido de Urabá vino al señor Builes una
queja de la Nunciatura, sobre alguna acusación que allí le habían hecho
los reverendos padres carmelitas; él me la mandó y la contestó muy bien.
Como con el asunto de las casas y ventas en Dabeiba se habían trabado
telegramas y comunicaciones duras entre el señor Builes y los reverendos
padres carmelitas y el señor Panico, secretario del señor Nuncio, había
quedado un tanto indignado con los de Urabá. No sé si por indicación de él
o por petición del señor Builes, la nunciatura pidió declaraciones juradas
de todas las hermanas, acerca de las hostilidades de los padres carmelitas
a la Congregación. En consecuencia, el señor Builes envió dos sacerdotes
a tomar las declaraciones.
Todas nos dispusimos a declarar según la verdad y la obediencia, pero
a mí me sorprendió un temor terrible de perjudicar a los reverendos padres
carmelitas. Ya habíamos salido de su jurisdicción, los habíamos perdona-
do y hasta más allá del perdón habíamos ido, porque he procurado que las
hermanas los amen y reconozcan que son los instrumentos de Dios para
nuestro bien. ¿Luego, a qué inquietarlos? La obediencia, sin embargo, me
hizo resolver.
Pocos días después de estas declaraciones, se me ocurrió que tal vez
ellas darían margen, a algún conflicto que resultara en aquello que tanto
vuestra reverencia como yo, pensábamos que se me esperaba al venir a
Antioquia. En esa expectativa andaba yo, cuando una mañana al salir de la
celda, miré a la pared que queda sobre la puerta y, ¡cosa rara! Con esta
mirada quedó como impresa en mi alma la persona del Eterno Padre, el
concepto de su Paternidad eterna y entendí que aún eso que esperábamos,
tardaba un espacio de tiempo que yo entendía como de dos años. Esto
quedó como impreso en mi alma de un modo tan claro, como si hubiera
sido una película de fotografía. Se entiende que no veía nada material,
pero la noticia que venía de la Persona del Padre, se fijaba así en mi enten-
dimiento, sin que entrara en la imaginación, porque no había nada de for-
mas materiales. Duró poco, muy poco, lo que se refiere al acto de la noti-
cia, quizás lo que duró la mirada, pero la conmoción amorosa que traen
siempre estas cosas, duró todo el día.
Quedó después sólo la convicción de que la catástrofe que esperaba se
tardaría todavía un espacio de tiempo, que se parecía a dos años. Conocí
además, que mientras llegaba el conflicto, el amor me apretaría mucho,
como para que esa pena fuera haciendo en mi alma la obra que terminaría
o concluiría el conflicto.
Capítulo LVIII. Nuevas dificultades