96
Como siempre me levantaba para hacer la oración a las tres de la maña-
na, en la casa no tuvieron que extrañar por la madrugada. Por la noche me
robé las ropas buenas de mi compañero y mías y todo quedó arreglado.
A las cuatro de la mañana montaron los dos bribones y aquellos caba-
llos volaban. Llegamos a Amalfi, cuando daban el Ángelus en la parro-
quia. En una calle dejamos las bestias atadas a una ventana y corrí a la
iglesia como enhambrecida de la sagrada Comunión. Le supliqué al señor
cura que me la diera pronto y después de la más deliciosa acción de gra-
cias, salimos, tomamos nuestras cabalgaduras y las pusimos a volar. Lle-
gamos a "La Víbora" cuando apenas comenzaba el movimiento de la casa.
Los viejos se levantaban tarde y mi madre que madrugaba, no salía a don-
de pudiera vernos, sino muy tarde, de modo que la puerta del frente estaba
aún cerrada.
Entramos por la puerta interior de la casa y las bestias volvieron a su
sitio, cual si en él hubieran amanecido. Mi compañero y yo, cambiamos
las ropas en una de las dependencias exteriores de la casa. De tal modo
hicimos las cosas que, si yo no hubiera creído faltar ocultándolo, nadie la
hubiera sabido. Pero mi honradez, no me permitía dejar oculta la picardía
y se la conté a mi madre. Ella no acababa de asustarse de mi malicia, pero
no me riñó. Ella jamás se opuso a nada de lo que fuera bueno, ni sospecha-
ba que pudiera haber engaño de mi parte. A pesar de su vigilancia no tuvo
cuidado por esto.
Como al día siguiente era la fiesta de San Luis de quien fui muy devota,
no pude resistir a la tentación, hice la misma maniobra y no sólo aquel día,
sino también el siguiente. Hubiera continuado en tales picardías si no le
hubiera oído al abuelo el reclamo y extrañeza, de ver las bestias sudadas
sin haberlas servido; mi madre fue la única depositaria del secreto; pero en
ninguna de las veces lo supo sino después de consumada la obra.
Hoy me pregunto, reverendo padre, cómo pude hacer esto y se me ocu-
rre que será mentira, o quizá sueño. Más tarde mi madre me lo recordaba
y por eso puedo asegurarlo. Creo que si una de las muchas niñas que he
manejado después, hubiera hecho una cosa parecida, me hubiera puesto
en guardia y hasta la hubiera castigado. Así me explico las picardías que
hacen las novias por verse con el novio. ¡Es que al amor nadie le pone
diques!
En las tres veces que esto hicimos, mi hermanito y yo, pudimos presen-
tarnos a la mesa al desayuno con los que salían de la cama y tan serenos
Capítulo V. Estratagema para comulgar