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No nos permitían amistades con nadie. Mas, como éramos cosa nueva y
la belleza de Carmelita no era común, muy pronto comenzamos a recibir
visitas, y urgentes invitaciones a paseos y reuniones. Nunca nos permitieron
acceder a nada. Naturalmente la curiosidad nos incitaba y deseábamos en-
trar en las reuniones. Hacíamos el reclamo de por qué no nos permitían y la
respuesta siempre la misma. El abuelo llevaba la palabra y nos decía: natu-
ralmente a esas reuniones van siempre los hombres, los cuales en donde
quiera son muy burlones. Ustedes como no han estudiado, se expresan
muy mal; no entienden las reglas sociales indispensables para presentarse
en reuniones cultas y en esas condiciones han de mirarlas como ridículas y
se reirán de ustedes. Cuando sepan hablar bien el castellano y conozcan las
reglas de cumplimiento, se presentarán sin ningún peligro de quedar mal.
Admirable modo de cuidarnos. Excusa ingeniosa que hoy sé estimar.
Hasta que fui maestra estuve creyendo en la tal cosa y he admirado la
prudencia de esos viejos, tan entusiastas por otra parte, por el matrimonio.
Dada la cultura que en la casa veíamos, hubiéramos podido presentarnos
con el mayor lucimiento; pero no lo conocíamos entonces. De aquí que
jamás habláramos con ningún joven, sino muy de paso y en presencia de
los viejos o de mi madre. Jamás nos permitieron ver bailar. Las propuestas
de matrimonio no escaseaban sin embargo. Mi madre se encargaba de
responderlas, del modo más conveniente.
Mi madre nos instruía
Nos rodearon de buenos libros y pasábamos entretenidas en las labores
de mano y en lecturas tan serias como útiles: "El año Cristiano","El genio
del Cristianismo", las obras del padre Granada, el "Catecismo" del Abate
Gaume y otras obras por el estilo de éstas, eran nuestro alimento, ilustra-
das por hermosas explicaciones de mi madre, que era muy dada a esta
clase de lecturas, sin alardear de entendida. "El Nuevo Testamento" era de
regla, pues habíamos de leerle al abuelo en él, cada día. Jamás vimos una
novela, ni buena, ni mucho menos mala. Gracias a esto, hoy a los cincuen-
ta años, puedo asegurar, no haber leído la primera. Leíamos poesías, pero
religiosas.
Todos los días se rezaba en la casa el santo rosario entero y una de sus
partes, a las cuatro de la mañana. Se hacían todas las novenas posibles. He
de confesar sí, que yo no tenía mucho gusto en ello; siempre he tenido
cierto fastidio por los rezos largos y muchos. Parece que mi alma no se
hizo para ellos.
Capítulo V. Mi madre nos instruía