90 rita y la estatura me ayudaba a parecer mayor de lo que era, pues tenía sólo doce años, no me era fácil pasar tan desapercibida como antes, ni siquiera vagar por la finca con toda libertad. Casi me siento tentada a decir, que hasta esta época, el uso de mi razón había venido muy incompleto; porque tantos contrastes y tantas cosas ra- ras no pueden explicarse sino estando medio sin razón. ¿No será posible esto? De todos modos puedo asegurar que el corazón se anticipó muchísimo a la razón y que a esta edad estaba ya encarrilado; si se me permite la expresión, padre, como vacunado contra el afecto a las criaturas. Me sen- tía ya tan libre, como ahora, casi. Como mariposa busqué a qué pegar el corazón en el mundo y no ha- llando sitio, me pegué a la Luz y me quemé sin dolor, como dice Santa Teresa. Quiera Dios que la quemadura me mate, ¿no sería lo mejor? No tenía yo los trece años cumplidos cuando volvimos a instalarnos en la casa del abuelo, en "La Víbora". Me llevaron adelante. Mi madre se quedó mientras colocaba a Carmelita en la Escuela Normal. No logró su intento la pobre, porque como a esta niña jamás la habían separado del lado de su madre, su sensibilidad no resistió la prueba; se entregó al más espantoso llanto y los superiores dijeron que no podía estudiar y la entre- garon de nuevo a mi madre, quien fue con ella a Amalfi, decepcionada de que llegáramos a educarnos. Jamás me turbaron los pretendientes Habíamos salido de aquella población niñas y volvíamos jóvenes, por decirlo así, pues ya se nos tenía por tales. Carmelita estaba en los quince, que naturalmente realzaban su belleza. Yo, sin duda, ya no era la negrita fea, pues ya la edad comenzaba, según decían, a darle a mi fisonomía un aire menos desagradable. Además, como íbamos como fruta nueva, co- menzó el enredo de los pretendientes. Para mí, por fortuna, el mundo llegó tarde y ya sin conocerlo lo odiaba. Dios se había adelantado y como Él no tiene rival, se había tomado la plaza. Por eso jamás me turbaron los pre- tendientes. Mi abuelo se hacía la ilusión de tener muy buenos yernos y nos halagaba. Sin embargo, eran muy prudentes y cuidadosos mis abuelos y tuvieron además la precaución de no dejarnos comprender el verdadero motivo de su vigilancia, lo cual contribuyó a que conserváramos, hasta muy tarde, esa bendita ignorancia de las cosas que la vida tiene peligrosas. Capítulo V. Jamás me turbaron los pretendientes