86
consta de tanto cansancio, eran más celestiales, si cabe. Ordinariamente
desayunaba cuando comulgaba, a las once y como era muy débil sentía
desmayos terribles; pero todo era delicioso.
Conocí entonces la primera Semana Santa. No me hizo impresión nada,
tanto como la conducta de Pilatos. Desde entonces lo odio; pero ¡ay dolor!
muchas veces he sido muy pilatuna; lo verá muy pronto padre mío. Busca-
ba entonces quién me enseñara a hacer oración. Yo pensaba que no hacía;
lo que he referido y que es oración verdadera, no era para mí sino cosas
que sentía.
A cuantos sacerdotes me acercaba en los confesionarios, les rogaba que
me enseñaran a hacer oración mental. Todos me contestaban que no tenían
tiempo. Por supuesto que ninguno conocía de mí más que la lista de peca-
dos, que llevaba siempre arreglada y que ordinariamente se me ocurría
que los tenía, porque si eran tan comunes, era imposible que yo no los
tuviera. Ser pecadora era cosa dura para mi corazón; pero me parecía que
yo no servía sino para pecadora y me vengaba de mí misma sintiéndome
tal. Este sentimiento me parece un poco raro y no sé si lo expresé de un
modo inteligible. Padre mío; pero si parezco hecha de la esencia de lo
raro, no es extraño; ¿no le parece? ¡Ay! y toda la vida he deseado no ser
rara, seguir el carril ordinario de todos y resulta que el carril común es lo
que me ha parecido raro y jamás lo he podido seguir, más que para pecar.
Capítulo IV. Variedad de sentimientos