852 Varios indios de las tierras panameñas vinieron a la novedad de cono- cer aquellos fenómenos de mujeres que no se casaban y que se consagran al servicio de su raza en calidad de madres. Todos me escribían a Dabeiba para que les diera también a ellos hermanas cariñositas, era su manera de decir. De estos, uno viendo que las hermanas le ponían flores a la estatua de la Virgen, preguntaron el por qué de tan extraña para ellos, costumbre. Las hermanas le contestaron que porque cuando ellas le ponían flores la Virgen que estaba en el cielo, se ponía muy contenta y se reía de alegría. Al indio, seguramente le impresionó especialmente esto, porque a pocos días después de su regreso a su tierra, se apareció un indio en una canoa que había navegado muchos días en aquel peligroso mar, con una gran maceta de flores, diciendo que las enviaba desde su tierra el indio, para que la señora de las hermanas se riyera . Excusado es decir, cómo recibirían las hermanas este gaje, este valioso obsequio. En él naturalmente conocieron o vieron un presagio de la con- versión no sólo del indio, sino de toda su familia. Porque la Santísima Vir- gen jamás entra en los corazones sin llenarlos de amor y fe. Todas estas amables noticias, juntamente con las cartas de los indios, me llegaban a Dabeiba. Con la mayor alegría se las comunicaba a los padres y sólo veía en sus semblantes una desconfianza profunda de que aquello fuera la ver- dad o una sonrisa irónica, o un silencio indolente. Sin embargo, no sospe- ché jamás que se tratara de nada contra la fundación de Unguía ni mucho menos contra la acción de las hermanas en los caribes. ¡Pobre de mí! Siem- pre me cogen las tramas de los hombres, desprevenida. Por fortuna, como Dios me asiste siempre con providencia tan especial y misericordiosa, no necesito mucho de las prevenciones y mucho más me inquietaría eso de anticipar juicios desfavorables. Toda la vida le he temido a eso, sólo me abstenía ya de dejarles conocer a los padres, las noticias que me llegaban. Es necesario advertir que siempre que iba a referirles algo, les dejaba comprender que atribuí todo a la acción de los padres y jamás lo nombré ni comenté el trabajo de las hermanas; ¡sin embargo, no detuve el torrente desbordado! Todo ese año, el señor prefecto guardó silencio conmigo hasta el punto de no contestarme las cosas precisas que le preguntaba. Cualquier día, inquieta con una pregunta urgente que le había hecho, y de la cual no había tenido respuesta le pregunté al reverendo padre Severino pro-prefecto cuál sería la causa para el silencio del reverendo padre prefecto y sólo me con- testó que lo regañara. Comprendí que él entendía perfectamente la causa Capítulo L. Evamgelización de los indígenas