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En los primeros días y noches, pasé sin cesar al pie de su cama; pero él
no podía darse cuenta. Lo manejaba como a un niño y como la fiebre lo
redujo a un estado de decaimiento y debilidad tal que inspiraba lástima,
pude desplegar con él hasta cierta ternura. Así tuvo David a Saúl en sus
manos y se contentó con cortar un pedazo de su capa y no lo hirió por
respeto a la unción del Señor. ¡Cuánto beneficio le hace Dios a una perso-
na cuando le da oportunidad de favorecer a su enemigo y mostrarle que lo
ama! Gracias Dios mío, porque ninguna gracia has dejado de prodigarme.
Seguramente se le ocurrirá que mi alma tuvo que hacerse violencia,
padre, para esto. Pues de ningún modo acierta el que tal piense. Ese espíritu
de la cruz, que infiltra Dios en el alma que de todo corazón quiere acompañar
a Jesús en el Calvario, hace que el alma tenga tal suavidad en estas cosas y
que vea en los enemigos algo muy amado y predilecto, sin que pueda
explicarse cómo. Nunca, mientras velaba a la cabecera del padre Alfredo y
cuando le prestaba los servicios más penosos, sentí sino ternura y delicadeza
de afecto, como el de una madre que ve sufrir un hijo; pero con un respeto
especial por el carácter sacerdotal del amado enfermo. No me pasó por las
mientes el que fuera un enemigo. Digan lo que quieran los que no han sido
movidos por el espíritu de amor de los enemigos que brota de la cruz; ellos
no creerán lo que refiero en cumplimiento de santa obediencia; pero la
historia de las almas amantes de Jesús en el mundo, está llena de ejemplos
que gritan la verdad de este incomprensible fenómeno para los del mundo.
¡Cuando el enfermo se dio cuenta de sí mismo, tan debilito que aún su
mirada era como la de una tortolita, estaba cambiado! Comprendió el es-
píritu con que lo atendí y cómo le debía la vida a mis atenciones, según
habían sido de precisas en tan dura enfermedad; vio que las medicinas
inspiradas por Dios a mí, le habían dado la vida de nuevo y se le notaba un
agradecimiento que me hacía impresión muy honda en aquel carácter de
hierro y contribuían a hacerme bendecir a mi Dios que sabe ablandar las
rocas y tornar los lobos en corderos.
Llegó a ponerse fuerte el padre y le arreglé viaje a Frontino para que
acabara de reponerse; al salir, me hizo las mayores protestas de agradeci-
miento eterno. Pasó por el noviciado y al confesar algunas hermanas a
quienes antes desanimaba para que no continuaran en la Congregación,
las animó hablándoles de cómo me había portado con él que tantos males
me había hecho.
Bien se comprende aquí, padre mío, que el padre Alfredo al hacerme
mal, tenía conciencia de lo que hacía y que lo hacía sin justicia; pero ¿de
Capítulo L. Enfermedad del padre Alfredo