819 los lados, me dijo: Confesionarios no hay! A poco me entré a una sacristía creyendo que sin duda los tenían allí, pero nada encontré. Esperé un poco. Entró el señor arzobispo y dijo misa en un altar de un lado; la oí con sumo gusto, pidiendo por mi necesidad que era precisamen- te la que me obligaba a buscar consejo. Terminada la misa, el señor arzo- bispo dio gracias muy largo y se levantó buscando por todas partes, algo. Recorrió todas las naves, pasó cerca de mí. Yo me dije: Está buscando o pensando dónde me ha de oír, es decir, busca el confesionario pues donde se siente allí voy, y para donde se vaya lo sigo. Anduvo como he dicho, toda la catedral y se entró por una puerta, pero siempre mirando como quien busca algo que le interesa. Tan pronto como traspuso la puerta salí en su busca; me entré por la misma puerta y no lo encontré. Hube de resig- narme pensando que quizás se le olvidaría el compromiso y que por eso, no me había hablado a pesar de haber pasado tan cerca de mí. Como a las nueve me presenté en el palacio arzobispal, con intención de orientarme mejor en lo de confesión en la catedral de Cartagena pues se me había vuelto misterio aquello. Cuál fue mi sorpresa cuando al verme el señor arzobispo me dice: ¡Qué mal ha quedado! Me ha hecho perder mu- cho tiempo en la catedral, esperándola y quién sabe a qué horas se presen- taría. Entonces le referí lo ocurrido y cómo había pasado muy cerca de mí, y cómo yo no había podido encontrar confesionario ninguno. Le pregunta- ba asustada, cómo podía ser que en una catedral no hubiera confesionario? Se echó a reír al oírme y llamó a los padres que trabajan en la pieza vecina para que le ayudaran a reír, diciéndome que había varios confesionarios y no ocultos, sino muy a la vista. Yo no sé verdaderamente, qué será más raro, si el que yo no hubiera visto confesionarios habiéndolos y muy visibles, o que el señor arzobispo, recorriendo la iglesia a pleno día no hubiera distinguido entre un grupito de veinte o treinta señoras, estando yo con mi hábito blanco y azul que se distingue sobre manera en todas partes y especialmente se hace notorio entre gentes vestidas de negro como lo estaban aquellas señoras. Esto re- verendo padre, no se a qué atribuirlo, pues ni lo uno ni lo otro tiene expli- cación. Aunque el señor arzobispo no hubiera sabido que yo estaba en Cartagena, me hubiera visto inmediatamente en la catedral, cuánto más yendo como iba, exclusivamente a buscarme y prevenido a encontrarme. Y lo de yo recorrer íntegra la catedral y sus dependencias y no poder ver un solo confesionario estando como los encontré al día siguiente a la vista de todos, y haber varios. La Providencia divina rige todas las cosas, por consiguiente, me cabe preguntar qué se proponía en esto. Capítulo XLIX. Delicadeza de las Hermanas de la Presentación