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valió para ello. Perdóneme padre y sepa que no ha sido olvido. Es que me
han dicho que debo dejar apuntes para escribir la historia de la Congrega-
ción y como siento que el tiempo se me acorta, me he resuelto dejar cuanto
pueda en estos renglones, ya que esa historia me dicen que contribuirá a la
mayor gloria de Dios. Además, tengo afán, padre de mi alma, de ir al cielo
que quizás, si acabo pronto lo que el Señor me ha encomendado, Él mismo
se compadezca de mí y me alce envuelta en su amorosa misericordia. Mire
padre, que no es muy desinteresado mi afán. ¡Ay! Es que ya va largo mi
destierro y desde que puse mi confianza en que Dios me dejará continuar
mi apostolado desde el cielo, y me armará de su poder para hacer bien a las
almas, nada me detiene ya en mi deseo de volar! Sé, y esto es lo único que
temo, que he de decir adiós al dolor, al amado dolor de la tierra, a las penas
tan teñidas en la sangre de Jesús; pero consigo a veces, hacerme olvidadi-
za de esa circunstancia, para ejercitarme en el deseo de morir, de ver a mi
Dios, de comenzar un apostolado más libre, más intenso, y más misericor-
dioso, si se quiere y por eso son mis afanes y suspiros.
¿Recuerda padre, cuando me estremecía la idea de morir por dejar el
apostolado? ¡Pues ahora el Señor me ha allanado el camino y soy muy
feliz pensando en que pronto se me abrirá el cielo!
Mi oficio en Puerto César
Volviendo pues a la historia del golfo: Mientras las hermanas se esta-
blecieron en Turbo y trabajaban con las negritas, y atraían a los kunas,
permanecí en Puerto César ocupada sólo en verle la casa al señor prefecto
y los demás padres como cualquier ama de casa. Hacía esto con sumo
gusto porque ese trabajo tiene cierto tinte muy amoroso. Servir a los que
sirven a Dios y a los misioneros es cosa muy atractiva. El oficio de las
santas mujeres que seguían a Jesús en sus correrías apostólicas y las de
que habla San Pablo, que tanto atendían y aliviaban a los apóstoles, es
muy honroso y no me parece que Dios lo dé a una pecadora, sino por un
brote de su misericordia muy grande. Por eso estuve muy agradecida en
Puerto César y porque además pude asistirle al señor prefecto una grave
enfermedad que adquirió en una correría por la costa de Necoclí.
La regla carmelitana como base de las constituciones
Nada en aquel tiempo denunciaba que el señor prefecto fuera enemigo
de nuestra congregación y frecuentemente me ofrecía escribir a Roma pi-
diendo el decreto Laudatorio y formó el propósito de traer de Bogotá unas
Capítulo XLVIII. Mi oficio en Puerto César