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me quedara libertad para disponer. Esto podía ser porque todavía no cono-
cíamos las prescripciones de los sagrados cánones al respecto. Así como
Jesús, siendo de mayor condición, estaba en Belén sometido a los de me-
nor, como eran José y María. Sentí mucho deseo de poner como regla en la
Congregación que cuando alguna superiora mayor, fuera a alguna residen-
cia se pusiera a las órdenes de la superiora local y le besara la mano y le
pidiera la bendición. Esto lo consulté y no me lo permitieron. Sin embargo
le ofrecí a Dios hacerlo si me lo permitían.
En la meditación de la huída a Egipto tuve muchas lágrimas, cosa que
me fastidiaba siempre porque debilitan la cabeza y no valen gran cosa
delante de Dios, a mi humilde parecer. No digo que no hay lágrimas muy
valiosas, pero éstas de ternura son muy sospechosas. Del mismo modo
lloro al encontrarme toda cosa triste como un muerto que llevan al cemen-
terio.
Un pensamiento bonito, a mi parecer, tuve en esta meditación, pero
puro pensamiento, pues no era nada sobrenatural a mi parecer. Pongo aquí
este pensamiento porque como me sirvió para explicaciones posteriores a
las hermanas sobre la reparación, puede que sirva algún poco después.
Pensé que cuando la Santísima Virgen lavaba la carita del niño en Egip-
to, era toda una reparadora; al lavarle la frente, querría también borrar de
ella las huellas de la sangre de la corona que años más tarde había de ceñir
con tanto dolor. Al lavarle la boquita cómo lo haría con aquella reverencia
y deseo por reparar aquella amarga hiel… y así iba repasando todas las
partes de aquella carita bendita y hermosa. Pensé que sin duda lo lavaba de
rodillas, porque ¿cómo hacerlo en otra posición? Pensé con cuánto gusto y
amor le hubiera yo sostenido la vasija en la que tenía el agua o alzándosela
de la fuente. En fin, me entretuve un rato en ejercicios de reparación y
pensé que a Egipto había de conducir a las hermanas para enseñarles ver-
dadera reparación en la augusta reina de ella.
Meditación de la vida pública de Jesús
En la meditación de la vida pública de Jesús, tuve primero el conoci-
miento muy claro de la necesidad de hacer mi vida cada día más perfecta;
pero sentí impotencia especial, esta impotencia que me resulta de no ser
yo. ¿Qué será eso, padre? ¿Cuándo podré expresarlo? En los primeros
tiempos hacía un propósito y no volvía a retirárseme de la mente y lo
cumplía. Pero después de eso que le digo, aunque lo haga alguna vez,
Capítulo XLVI. Meditación de la vida pública de Jesús