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- Entonces, madrecita, ¿ usted por qué no nos dice la misa?
- Porque no puedo, porque soy mujer, le contesté y las mujeres no somos
sacerdotes que son los únicos que pueden decir misa.
- Pues era mejor la misa suya, me contestó. Y dejé la cosa, porque no le
vi objeto en persuadirlo de lo contrario, por lo pronto.
Pobre el señor Hilario, decíamos; pero hoy, padre, ya es un bienaventu-
rado que al morir, ya cristiano completo, después de recibir todos los sa-
cramentos, fueron a proponerle el nombramiento de sucesor y dijo:
- No, ya no se necesita, la religión verdadera la tienen las hermanitas y
ellas los salvan. ¿Para qué más?
Llamó a las hermanas y les entregó las llaves de la iglesia y cuantas
cosas relativas al culto manejaba y guardaba muy discretamente. Esto fue
casi dos años después de haber entrado la Misión allí. Ya ve, padre, si
verdaderamente ha hecho cosas grandes con nuestra pequeñez, El que es
Todopoderoso.
Entre los indios está la historia de Zorrito, que prueba lo mucho que ha
bendecido Dios nuestro trabajo y que, además, no anduvo desacertado el
señor arzobispo en mandarme a Uré como me mandó. ¡Todavía, padre, se
resiste mi alma a creer que aquello fue muy bueno y tengo que reflexionar
en las cosas, para concluir, como concluyo, con que fue bueno! ¡Pero tan
poco dócil fui que si Dios no me ha alumbrado sobrenaturalmente, no lo
había hecho!
La misión se estableció en Uré con una misericordia grandísima. El
sacerdote no fue sino al año largo a estarse unos quince días. Encontró ya
cristianismo verdadero y después ya siguieron entrando con un poco de
más frecuencia, hasta que ya han tenido sacerdote constante. Cuando fui
tres años después, pude contemplar lo más bello del mundo: ¡Al padre
Patricio repartiendo copón de hostias cada día y un pueblo de quizás, tres
mil paganos hecho cristiano de una pieza! Entonces, sí que bendije "La ley
del Señor es inmaculada.....", ¡Dios mío! ¡Qué caminos tan misteriosos
tienes para salvar las almas, cómo iluminas a los que nos rigen!
Capítulo XLIV. El viejo Hilario