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vida! Estaba a una cuadra más o menos delante de la casa, en sitio perfec-
tamente visible. Iba con las hormigas hasta el árbol que deshojaban y vol-
vía con ellas al hormiguero. Observaba los saludos que se daban (así lla-
maba yo lo que hacen ellas entre sí, algunas veces, cuando se encuentran)
las veía dejar su carga, darla a otra, y entrar por la boca del hormiguero.
Les quitaba la carga y me complacía en ayudarlas llevándoles hojitas has-
ta la entrada de su mansión de tierra, en donde me las recibían las que
salían de aquel misterioso hoyo. Así me entretenía engañándolas a veces y
a veces acariciándolas con grande cariño, cuando... ¿Cómo le diré? ¡Ay!
¡Dios sabe padre que estas cosas son tan íntimas y que es tan duro decir-
las! Sólo la obediencia las saca fuera. ¡Fui como herida por un rayo, yo no
se decir más! Aquel rayo fue un conocimiento de Dios y de sus grandezas,
tan hondo, tan magnífico, tan amoroso, que hoy después de tanto estudiar
y aprender, no sé más de Dios, que lo que supe entonces. ¿Cómo fue esto?
¡Imposible decirlo! Supe que había Dios, como lo sé ahora y mucho más
intensamente; no sé decir más. Lo sentí por largo rato, sin saber cómo
sentía, ni lo que sentía, ni pude hablar. Por fin terminé llorando y gritando
recio, recio, como si para respirar necesitara de ello. Por fortuna estaba a
distancia de ser oída de los de la casa. Lloré mucho rato de alegría, de
opresión amorosa, y grité. Miraba de nuevo al hormiguero, en él sentía a
Dios, con una ternura desconocida. Volvía los ojos al cielo y gritaba, lla-
mándolo como una loca. Lloraba porque no lo veía y gritaba más. Siempre
el amor se convierte en dolor. Éste casi me mata.
Desde entonces padre, me lancé a Él, era precisamente lo que buscaba,
lo que mi alma echaba de menos. Mis lágrimas por no verlo eran amar-
gas... pero lo tenía. Hoy todavía siento deseos de gritar al recuerdo de esto
y me estremezco.
Entonces no sabía calcular el tiempo; pero hoy juzgo que duró dos ho-
ras: si hubiera durado más...
Pero la delicadeza que advierto ahora en esta misericordia de Dios,
reverendo padre, es la siguiente: El medio ordinario para conocer a Dios
es la enseñanza. Eso no me faltó; ¿cuántas veces Dios mío me habían
dicho que existías? ¿Cuántas había oído hablar de tus misericordias en una
familia cual era la mía que vivía toda endiosada? Sin embargo no me daba
cuenta de ello. Por la enseñanza no entraste en mi corazón, ni siquiera a mi
entendimiento. Quizás había rastreado tu grandeza en el medio natural en
que vivía, pero con un conocimiento tan vago, algo así como remiso, como
dudoso, del cual no me daba cuenta, era como una oscuridad con algún
Capítulo II. Primera gracia extraordinaria