588 contra ellos; pero después de este venturoso día, ya no los temo, porque ellos contienen a mi Dios en Sí mismo y ¿cómo he de temer eso tan desea- do? No los busco porque sé que no los merezco y que Dios los da cuando los necesita para su gloria; por lo cual aunque los buscara no los encontra- ría. Podría a lo más fingirlos, lo que sería apartarme del camino de la verdad y de la luz. Tampoco los huyo, porque si el Señor quiere dármelos, Él mismo los coronará de gloria suya porque sólo Él, corona su gracia. Cuando los tengo los miro con amor y sé que son únicamente para la glo- ria de su autor. Me sirven especialmente para encenderme en amor. ¿Y cómo no, padre, cuando me dejan ver de un modo claro, que Dios se ha puesto una venda del lado de mis miserias y que su amor a las almas lo tiene ciego? ¡Sé que cuanto me da a mí, es para las almas y por eso, soy sólo un conducto que se alegra de serlo! Ni siquiera puedo decir que esas gracias extraordinarias, sirvan para santificar mi alma, porque creo que lo que santifica no es eso, sino la sumisión constante a la voluntad de Dios, ¡que es la bella expresión del amor! Me aseguró además, que jamás he tenido visión imaginaria ninguna. Le pregunté acerca de esas visiones imaginarias que tanta sospecha me ha- bían infundido siempre, si eran verdaderas y me contestó que sí; que de esa clase eran casi todas las de Santa Teresa; que aunque eran las más expuestas a ilusión y las que más fácilmente remeda el diablo, pero había reglas para discernirlas con mucha seguridad. Pero volvió a asegurarme, que en mí jamás las había habido. Me enseñó que en las visiones intelectuales y contactos con la Divinidad, no podía introducirse el diablo y que por lo mismo eran seguras, sin necesi- dad de muchas pruebas ¡y que además el alma quedaba tan cierta de que era Dios quien las causaba que por nada de la vida se podía arrancar esa seguridad! En esto, sí que vi, padre, lo de mi pena, o estrechura interior por causa de la manera como me respondían los directores, cuando les exponía estas cosas. Mi alma estaba cierta de los hechos, tan cierta como lo estaba de mi propia existencia; pero luego venían las respuestas ambiguas o los disimulos y se producía en mi alma una tirantez terrible, pues de ninguna manera quería discrepar del parecer del confesor y a la vez estaba cierta de que Dios andaba en lo que sentía. Por fortuna siempre me ayudó Dios a salir del paso, sin ofender en nada la fe que debía tenerle al confesor. Lo único malo era aquella estrechura que se producía en mi interior y el miedo que le fui cogiendo a lo extraordinario, con mezcla de desconfianza un poco irrespetuosa quizás. Capítulo XXXVI. Dios deja huellas muy conocidas