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contra ellos; pero después de este venturoso día, ya no los temo, porque
ellos contienen a mi Dios en Sí mismo y ¿cómo he de temer eso tan desea-
do? No los busco porque sé que no los merezco y que Dios los da cuando
los necesita para su gloria; por lo cual aunque los buscara no los encontra-
ría. Podría a lo más fingirlos, lo que sería apartarme del camino de la
verdad y de la luz. Tampoco los huyo, porque si el Señor quiere dármelos,
Él mismo los coronará de gloria suya porque sólo Él, corona su gracia.
Cuando los tengo los miro con amor y sé que son únicamente para la glo-
ria de su autor. Me sirven especialmente para encenderme en amor. ¿Y
cómo no, padre, cuando me dejan ver de un modo claro, que Dios se ha
puesto una venda del lado de mis miserias y que su amor a las almas lo
tiene ciego? ¡Sé que cuanto me da a mí, es para las almas y por eso, soy
sólo un conducto que se alegra de serlo! Ni siquiera puedo decir que esas
gracias extraordinarias, sirvan para santificar mi alma, porque creo que lo
que santifica no es eso, sino la sumisión constante a la voluntad de Dios,
¡que es la bella expresión del amor!
Me aseguró además, que jamás he tenido visión imaginaria ninguna. Le
pregunté acerca de esas visiones imaginarias que tanta sospecha me ha-
bían infundido siempre, si eran verdaderas y me contestó que sí; que de
esa clase eran casi todas las de Santa Teresa; que aunque eran las más
expuestas a ilusión y las que más fácilmente remeda el diablo, pero había
reglas para discernirlas con mucha seguridad. Pero volvió a asegurarme,
que en mí jamás las había habido.
Me enseñó que en las visiones intelectuales y contactos con la Divinidad,
no podía introducirse el diablo y que por lo mismo eran seguras, sin necesi-
dad de muchas pruebas ¡y que además el alma quedaba tan cierta de que era
Dios quien las causaba que por nada de la vida se podía arrancar esa seguridad!
En esto, sí que vi, padre, lo de mi pena, o estrechura interior por causa
de la manera como me respondían los directores, cuando les exponía estas
cosas. Mi alma estaba cierta de los hechos, tan cierta como lo estaba de mi
propia existencia; pero luego venían las respuestas ambiguas o los disimulos
y se producía en mi alma una tirantez terrible, pues de ninguna manera
quería discrepar del parecer del confesor y a la vez estaba cierta de que
Dios andaba en lo que sentía. Por fortuna siempre me ayudó Dios a salir
del paso, sin ofender en nada la fe que debía tenerle al confesor. Lo único
malo era aquella estrechura que se producía en mi interior y el miedo que
le fui cogiendo a lo extraordinario, con mezcla de desconfianza un poco
irrespetuosa quizás.
Capítulo XXXVI. Dios deja huellas muy conocidas