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focos de pecado, de conocimientos, pues eran el colmo de la ignorancia. Y
eran pequeños en todo, hasta en fuerza, porque era gente endeble y carco-
mida por los achaques. ¡Era pues, cosa natural en Dios, hacer estos favo-
res a quienes tanta compasión merecían!
Por esto, padre, he procurado siempre que las hermanas no vean en
estos favores y prodigios, ningún mérito en las misioneras, sino, sencilla-
mente, la compasión de Dios por los pequeños y los pobres. Esto es tan
cierto que sólo después de nueve años, vemos un prodigio de esos, hecho
a favor de uno de los que se titulaban grandes en Dabeiba. Tan grande y
tan infeliz, el sujeto ése, que se creía con derecho de blasfemar y ¡lo hacía
como quien quiere competir con el demonio! ¡Qué infeliz y qué pequeño y
qué pobre es ese señor; pero se cree rico, feliz y grande! El cielo, por él
insultado muchas veces, le hizo, sin embargo, un favor de esos prodigio-
sos; pero creo que para llamarlo a la fe y salvarlo. Él, sin embargo, no ha
querido oír.
Aunque me salgo del orden cronológico que llevo, voy a referirlo, pa-
dre, porque debiendo, según se me ha impuesto, escribirlo todo, me queda
bien así, para ver si me es posible no volver a este tema, el más penoso
para mí.
Y sabe, padre, ¿por qué es el más penoso? Porque temo que algún can-
doroso crea al leer esto, que esos prodigios son milagros míos; por lo de-
más, mi mayor gusto está en hacer patentes las misericordias de Dios y
que Él sea conocido por ellas; ¡pero compraría con cualquier cosa el con-
seguir que no torcieran las cosas atribuyéndome el mérito que no tengo,
Dios mío! ¡Cuánto anhelo vivir en la verdad y que todos reposen en ella!
Pues bien, reverendo padre, hará sólo unos cuatro años que el infeliz
blasfemo a que me refiero, tuvo la pena de ver a una hijita ya a la muerte,
de una enfermedad desconocida, pero con todos los síntomas de mortal.
Buscó recurso en los médicos más connotados y todos declararon que la
niña moriría. Naturalmente, aunque las gentes me tenían alguna confianza
en lo de medicina, porque en fin, les hacía el bien que estaba a mi alcance,
él no pensaba en recurrir a persona tan repugnante y tan papista como yo.
Era uno de nuestros acérrimos enemigos y perseguidor de todo lo que
se relacionara con Dios. Pero llegó un momento en que el amor a la niñita
le hizo olvidar su odio y cedió a las instancias de una amiga que le indica-
ba mandarme la niña. Me la mandó con una esquela tan altiva que, sin que
Capítulo XXXII. Prodigio a favor de un grande