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desarmar a Dios y arrancarle a fuerza de oración y penitencia la gracia que
por tantos siglos había estado detenida para ellos, en un corazón que a
pesar de ello los amaba infinitamente. Ya desde aquellos primeros días
comenzó a oírse entre nosotras, el Ave María en la forma que lo usamos
ahora, también por atraer la misma gracia.
En el alma de las hermanas traté de imprimir la idea de que Dios no
podía ser conocido de los infieles si no se les mostraba un reflejo de Él en
nosotras mismas y en nuestro modo de ser. Así, debíamos tener una bon-
dad con ellos que, subyugando sus voluntades y superando cuanto ellos
pudieran esperar y alcanzar a pennsar, pudiéramos después decirles: ¡Así
es Dios y más!
Debíamos abatirnos tanto hasta ellos, que después por ese abatimiento,
pudiéramos darles idea de los anonadamientos y rebajamientos de la En-
carnación. Debíamos tener con ellos misericordia y providencia grande,
para que después nos sirvieran de término de comparación con la de Dios.
En fin, toda nuestra vida debía ser una plegaria por el don de la fe y una
preparación para ella, sin economizarnos, ni buscarnos en nada y sin tener
en la cuenta nuestro propio mérito, sino la mayor gloria de Dios.
Quise que la generosidad fuera como nota característica de ellas, por-
que sentía que nuestra misión lo necesitaba. La idea de ser santas me pare-
cía que no les daba suficientes fuerzas para tales trabajos; mientras que la
de ver a Dios conocido por mayor número de almas y alabado por mayor
número de bocas y mayor número de corazones puestos al servicio del
amor, les daba fuerzas hasta lo inconcebible, Por eso la alabanza y el de-
seo fueron semillas que comenzamos a cultivar desde el principio; ese
espíritu se respiraba por donde quiera. De esto, diré algo más, en su lugar.
Cómo se mitigaban mis dolores
Desde entonces mi alma comenzó a aliviarse un poco de mis dolores.
Llamo míos estos dolores porque me parece que están asidos a mi alma,
que cuando todo me falte y cuando todo lo deje, irán conmigo; padre, son
de tal modo íntimos, que no concibo poder vivir sin ellos y es lo que me-
nos comprendo del cielo. Me parece que a la hora de la muerte, el último y
único duro adiós, que diré de este lado de la tumba, será a mis dolores.
Ahora mismo, al escribir, el corazón me está diciendo cuánta verdad es
lo que digo. Dios mío, ¿cómo en el cielo podré ser feliz y no sufrir, viéndo-
te desconocido de los hombres, viéndote ofendido y sobre todo, viéndote
Capítulo XXIX. Cómo se mitigaban mis dolores