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algo, nos sentamos a conocernos, por decirlo así, pues algunas de las com-
pañeras habían sido recibidas después de una sola entrevista y por reco-
mendaciones, de manera que ellas entre sí, no se habían conocido ninguna.
Hablamos ya con calma de todo lo pasado; de cómo había salido cada
cual de su casa, de las impresiones de la salida de Medellín, etc. Todavía
veíamos la ciudad y la impresión de las compañeras debió ser muy fuerte.
Mi madre llegó muy cansada y se recogió temprano. Hoy me siento muy
mala hija porque no le hice ninguna atención a su impresión que debió ser
terrible, pues acababa de separarse de mi hermano que había ido a sacarla
y acababa de dejar a Carmelita en profunda desolación. Pasamos bien la
noche. A mi madre no se le vio una lágrima y era de la única que esperába-
mos.
Al día siguiente, ya más conocidas y relacionadas unas con otras, hubo
mayor expansión de los ánimos. Sólo Ana Saldarriaga no hablaba sino por
la noche, en las posadas, sin que nos explicáramos el motivo de su silen-
cio; vinimos a conocerlo poco antes de llegar a Dabeiba, como diré más
adelante.
Quizás tres días después de ir juntas, no nos conocíamos del todo los
nombres, porque sólo yo las tenía muy presentes; pero a ellas las impre-
siones no les habían dejado calma para fijarlos. Al salir era de ver aquella
confusión; cada una preguntaba a la que se encontraba: ¿Usted es una de
las que van? ¿Y usted?. Y como allí en la confusión de tanta gente, había
algunas que se irían más tarde, resultaban respuestas equivocadas, de modo
que todo contribuía a que no se dieran cuenta de quiénes eran y cómo se
llamaban, sino ya en el camino.
Instrumentos inhábiles
Desde el segundo día les dije: Miren el esposo que hemos elegido no
ensilla ni desensilla, no coge la mula, ni monta a la esposa, ni la desmonta;
eso sólo lo hacen los esposos de la tierra; ¡con que a aprender a hacer esas
cosas! Vamos a coger las mulas, a ensillar y a ver si nos hacemos hábiles
siquiera para eso. Con la más completa decisión, todas emprendieron la
tarea; pero, ¡Dios mío! Cuán atrasadas estábamos… Era aquel un arte que
jamás habíamos pensado en advertir… Mercedes Giraldo era la única que
lo entendía, pues era una acabada cabalgadora. Ella fue la maestra; pero
hubo quién le preguntara cómo se hacía para que la bestia se comiera el
freno. ¡Dios mío! Qué instrumentos tan inhábiles te escogiste para tu obra.
Capítulo XXVII. Instrumentos inhábiles