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- Sí, ilustrísimo señor, le dije.
- Pues sus métodos son tomados de la fracmasonería y contra ellos he-
mos de estrellarnos, me dijo.
Con la mayor calma le contesté:
- Los he creído muy católicos, pero me presto a la reforma que vuestra
señoría quiera. Antes que maestra, soy católica y haré cuanto me indique.
- No se prestará usted a nada, me dijo. ¿Y tiene usted niñas grandes?
- En su mayor número, le dije.
- Me asusto de que le confíen niñas a usted. Es que estos conservadores
no tienen convicciones.
Acompañaba estas palabras con tal ademán de molestia, que le dije:
- Envíe vuestra señoría, si quiere, un sacerdote que las examine y haré
cuanto se me indique y aún, si se necesita, dejaré de ser maestra. Nin-
guna cosa haré que no sea aprobada por vuestra señoría.
- No lo hará, lo sé muy bien, me contestó y añadió: ¿Quién da la clase de
religión?
- En una sección la da un sacerdote y en la otra, la doy yo, le contesté.
- ¡Buena será usted para una clase de religión!
- Sin duda, señor, no serviré, pero mi mayor empeño lo pongo en la bue-
na instrucción religiosa de las alumnas. Mi más ardiente deseo es que el
catolicismo sea lo más puro y por conseguirlo daría mi vida.
Me preguntó cuáles eran los autores de religión y le dije que, en una
sección era el de Pio X y en otra era Ortiz. Me contestó:
- El que enseña en Pio X no enseña nada.
- He creído que ése es el texto indicado por la Iglesia; pero si no lo es, lo
dejaré.
Riéndose con el mayor desprecio me dijo:
- Esos colegios de malas ideas, hay que destruirlos. ¡No se concibe cómo
padres conservadores le confían a usted sus hijas!
- Haré cuanto me indique, le repetí, yo soy maestra de muchos años y
siempre he enseñado creyendo que enseño la verdad y mis discípulas
Capítulo XVIII. Actitud del señor arzobispo