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por mucho tiempo. Las muchas obras buenas que hizo, la bondad que tuvo
siempre, la piedad y su vida de sufrimientos muy bien llevados, debieran
animarme; pero en cuanto pienso en lo poco que entendió la caridad y
cómo era en esto, sin que se le hubiera visto al respecto cosa grave, se
entiende, porque ella era timorata y de buena conciencia, me estremezco.
En esto no veo otra cosa que alguna lección de Dios. Desde entonces
me he impresionado más con la falta de caridad que a veces, con dolor de
mi alma, veo en mis hijas, y luces especiales creo que me iluminan acerca
de esta hermosa virtud, obligándome cada día a aumentar los sufragios
por mi querida hermana y por cuantas almas estén detenidas en los ardores
del purgatorio por esas faltas cotidianas a la caridad que tan abundantes
son, a pesar de que muchos llevan una vida cristiana tan acentuada. Cosas
casi inexplicables en el sentido común.
Vi morir, pues, a Carmelita, sin que me hubiera dicho una palabra, ni
dejado una recomendación, no obstante haber dejado cosas que necesita-
ban de su disposición. Parece que todo lo abandonó y que su purificación
terminó en el lecho de muerte. ¡Esa es mi esperanza!
De todos modos, Carmelita es una bienhechora insigne de nuestra Con-
gregación y por eso y atendiendo a su voluntad, expresada algún tiempo
antes de su última enfermedad, fue enterrada con nuestro hábito religioso.
Quiera Dios que en el cielo esté entre los miembros de la Congregación y
que su vida de tantos sufrimientos le haya sido cambiada por la corona
eterna.
Luces sobre la caridad
Creo, padre, que debo alguna explicación acerca de estas luces sobre la
caridad. Si Carmelita las hubiera tenido como las he tenido yo, después de
su muerte, seguramente habría encendido medio mundo, porque ella sí
tenía valía para eso. Lo vi muchas veces sobre todo cuando hablaba de las
cosas de la fe contra el liberalismo. ¡Ah! ¡Ella enfermaba cada vez que
veía un ataque especial a la fe! Cuánto la amó.
Dejando pues esto, padre mío, antes entendía la caridad como precepto
en contraposición con nuestras pasiones y repulsiones, y jamás tuve difi-
cultad para practicarla, quizás porque Dios me previno desde muy niña,
con especiales gracias, entre otras la de haberme dado una madre que no
supo de un resentimiento jamás y la cual supo enseñarnos a amar el asesi-
no de mi padre, desde que estábamos en sus rodillas. A tanto nos lo hizo
Capítulo LXVIII. Luces sobre la caridad