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Mis últimos días en Roma
16 de octubre de 1930: ¿Y qué he de decir de la desdichada raza Caribe,
dulce Amor de mi alma? ¡Cien mil o más hermanos entregados a la idola-
tría en aquella isla! ¡Y los niños naciendo diariamente y muchos muriendo
sin el santo bautismo! Jesús mío, el Padre ha puesto todas las cosas en tu
mano. En ella están también los medios para que entre la fe a aquella
pobre raza. ¡Dámelos, Jesús, dámelos! ¡Abre esas puertas cerradas por
tantos siglos! ¡Ay, Jesús, ya el tiempo termina, no cierres tu misericordia!
¡Cálmese la justicia del Padre con tu sangre y nuestros pequeños sacrifi-
cios y mis dolores! ¡Por la sangre de los mártires que, en tiempos pasados,
ellos, en su ignorancia, hicieron en los padres Agustinos! ¡Si los mayores
son tenaces, recuerda que a Nínive la perdonaste por los niños y entre los
Caribes hay niños y hay débiles a quienes tanto amas! ¡Jesús, óyeme! Je-
sús, salvador de los hombres, ¡mira que esos desdichados: son tus herma-
nos degenerados; pero aún es tiempo! ¡Mira que María clama por ellos
porque son de la porción de sus hijos desdichados!
Dime a mí como dijiste a dos de tus discípulos: "Id a aquella aldea que
veis en frente y encontraréis una asna atada; desatadla y traédmela, y, si
alguno os dice algo, decid que el Señor la necesita". (LC. 19,30) Decidme
a mí: "Id a ese istmo que tenéis en frente" y yo iré y encontraré allí en el
crucero de la perdición y la salvación, y a la puerta de la perdición, el asna
de la raza caribe, atada por el demonio a la idolatría. Entonces, llena de
júbilo, aunque ande entre brasas de sacrificios, con tu gracia la desataré y
la Iglesia tenderá sobre ella los pabellones del apostolado y entonces Vos,
Señor de mi alma, cabalgaréis en ella y entrareis triunfante en los cielos y
los ángeles dirán: ¡Bendito el que viene, honor, hosanna, hosanna! ¡Óye-
me, Jesús, tu asna aún está atada. Mándame y dame muchas, muchas hi-
jas! ¡Tuyo, absolutamente tuyo será el triunfo!
19 de octubre: Hoy he venido muy contenta de la segunda o tercera
entrevista con el cardenal Marchetti. Me ha dicho que será protector de la
Congregación, con mucho gusto y de contado ha mostrado interés. Esto,
Dios mío, es una grandísima ventaja. Ya sabes, Señor, de qué espantosa
soledad me he visto rodeada en la fundación y dificultades de la Congre-
gación. Debo, sin embargo, mucha gratitud por la asistencia y el apoyo del
padre Elías, del señor Toro, la transitoria y engañosa del señor Builes por-
que al fin y a pesar de todo, sirvió algunos días y la más eficaz y noble del
doctor Elorza.
Capítulo LXVII. Mis últimos días en Roma