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que salía para Antioquia en busca de mejor clima. Me miró con honda
amargura y salí. ¡Dios mío! ¡Qué horas!
Como dije, en la estación Villa todo era negro y allí debimos esperar un
poco el tren, envueltas en el frío del alma más que en el del cuerpo, que
tampoco era pequeño, sobre todo, dado el mal estado de mi salud y mis
pocas fuerzas físicas, aquello era bastante considerable. Y qué esfuerzo
tuve que hacerme cuando se me acercó Luisita Greiff de Echavarría con su
acostumbrada sonrisa y alegría a conversarme y preguntarme a dónde me
dirigía. Dios, qué esfuerzo para no denunciar mi pena ni desatenderla. Me
pareció el ser más inoportuno del mundo, pero me sobrepuse y le sonreí,
dejándole comprender, sin mentirle, que iba a San Pedro. Le hice las ma-
nifestaciones de amistad que eran del caso y me despedí prometiéndole
encomendarla, según su deseo. Parece que no hice mal el papel, porque
dice Carmelita que ella le refirió la entrevista, pocos días después y no
tuvo impresión de mi dolor. No es pequeña gracia de Dios el ayudarle a
uno a coger el corazón y exprimirlo, para no dejarlo contar los hondos
arcanos que guarda y que podrían hacer mal en los demás. ¡Gracias Señor
de mi alma!
Agonías durante la jornada
¡Llegó el tren y hasta su pitar me pareció gemido! ¡El tras... tras…tras…
con que anuncia que va parándose en la estación, era a mi oído como el
toque de trompeta de retirada después de un combate sangriento! Y tu
amor, Jesús mío, ¿qué se había hecho? Sin duda latía en mi alma inundada
en amargura, como el que tenías tan ardiente e incomprensible a tu padre
celestial; bullía en tu alma bendita en Getsemaní, pero no me era consue-
lo. ¡Bendito seas, porque me diste, Señor de mi alma, ese dolor que ni
siquiera de lejos se parece al tuyo del Huerto de los Olivos! ¡No es poca
cosa beber de tu cáliz, aunque no se sienta fervor y quizás por eso mismo
sea mayor fortuna!
Subimos al tren en completo silencio, las hermanas también miraban
sin decir palabra, hacia la colina de Medina, entristecidas y con los ojos
aguados. Las pobres hijas de San Pedro no conocían mi determinación y
por consiguiente no era posible que imaginaran nuestra fuga de Medellín
a aquella hora, ¡ni sabían que el oriente aún tenía sol para ellas!
El viaje debía hacerse con absoluto sigilo y como aquella vía, era tam-
bién la de San Pedro, en cada pasajero creíamos ver un mensajero que
Capítulo LXI. Agonías durante la jornada