1054 que salía para Antioquia en busca de mejor clima. Me miró con honda amargura y salí. ¡Dios mío! ¡Qué horas! Como dije, en la estación Villa todo era negro y allí debimos esperar un poco el tren, envueltas en el frío del alma más que en el del cuerpo, que tampoco era pequeño, sobre todo, dado el mal estado de mi salud y mis pocas fuerzas físicas, aquello era bastante considerable. Y qué esfuerzo tuve que hacerme cuando se me acercó Luisita Greiff de Echavarría con su acostumbrada sonrisa y alegría a conversarme y preguntarme a dónde me dirigía. Dios, qué esfuerzo para no denunciar mi pena ni desatenderla. Me pareció el ser más inoportuno del mundo, pero me sobrepuse y le sonreí, dejándole comprender, sin mentirle, que iba a San Pedro. Le hice las ma- nifestaciones de amistad que eran del caso y me despedí prometiéndole encomendarla, según su deseo. Parece que no hice mal el papel, porque dice Carmelita que ella le refirió la entrevista, pocos días después y no tuvo impresión de mi dolor. No es pequeña gracia de Dios el ayudarle a uno a coger el corazón y exprimirlo, para no dejarlo contar los hondos arcanos que guarda y que podrían hacer mal en los demás. ¡Gracias Señor de mi alma! Agonías durante la jornada ¡Llegó el tren y hasta su pitar me pareció gemido! ¡El tras... tras…tras… con que anuncia que va parándose en la estación, era a mi oído como el toque de trompeta de retirada después de un combate sangriento! Y tu amor, Jesús mío, ¿qué se había hecho? Sin duda latía en mi alma inundada en amargura, como el que tenías tan ardiente e incomprensible a tu padre celestial; bullía en tu alma bendita en Getsemaní, pero no me era consue- lo. ¡Bendito seas, porque me diste, Señor de mi alma, ese dolor que ni siquiera de lejos se parece al tuyo del Huerto de los Olivos! ¡No es poca cosa beber de tu cáliz, aunque no se sienta fervor y quizás por eso mismo sea mayor fortuna! Subimos al tren en completo silencio, las hermanas también miraban sin decir palabra, hacia la colina de Medina, entristecidas y con los ojos aguados. Las pobres hijas de San Pedro no conocían mi determinación y por consiguiente no era posible que imaginaran nuestra fuga de Medellín a aquella hora, ¡ni sabían que el oriente aún tenía sol para ellas! El viaje debía hacerse con absoluto sigilo y como aquella vía, era tam- bién la de San Pedro, en cada pasajero creíamos ver un mensajero que Capítulo LXI. Agonías durante la jornada