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Apenas vio a la hermana, le preguntó cómo había pasado la madre y
luego, le dijo: Mire, vamos allí, porque aquí dan por la mañana un cafecito
que sienta muy bien, pero a veces si uno no lo pide se les olvida. Vamos
para que le lleve a la madre. Efectivamente fue y molestó a los criados que
ya estaban en otras cosas para que sirvieran los dos pocillos de café y él
mismo trajo el mío hasta la escalera. ¡Cada una de esas atenciones hacía
más punzante mi espina, por supuesto! ¡Pobrecito!
Ya hizo que le pusieran el puesto en la mesa cerca al que ocupábamos
nosotras y las atenciones más delicadas nos sorprendían. Ya pedía un vaso
para mí, ya una cuchara etc. Entonces sí mostraba rostro placentero y feliz.
Así hicimos el tiempo de navegación. El último día por la mañana le
mandé unos duraznos para que tomara, como tenía costumbre, algo en la
mañana. Estaba en la misma posición en que había pasado en la navega-
ción del Alto Magdalena, es decir, tirado en una silla en la angustia más
terrible. Recibió los duraznos y sólo dijo, dando un suspiro muy profundo:
Yo lo que tengo no es hambre; los metió en el bolsillo. Ese día llegamos a
Puerto Berrío y al saltar a tierra fui a darle la llave del camarote y me la
recibió haciendo una cara terrible, sin darme lado para darle ni las gracias,
ni despedida, ni nada. Con una amargura que no podía disimular, salió del
buque y no volvimos a verlo.
Esto me reveló lo que preveía: Que el señor prefecto sentía profundo
remordimiento por los asuntos con nuestra comunidad y no tenía el valor
de entrar en un arreglo o los padres continuaban sosteniéndolo. Lo cierto es
que poco tiempo después murió y uno de los padres confesó ingenuamente
que lo había matado una gran pena moral. Unos médicos opinaron lo mismo.
Efectivamente, ¿cómo podía tener la conciencia tranquila un hombre
de la delicadeza del señor Arteaga, palpando el estrago que hizo la separa-
ción de la Congregación en los indios y el gran perjuicio en las almas? Él
tan advertido hasta por su misma madre, que desde el retiro del claustro le
rogaba que hiciera las paces con la Madre Laura, que ella preveía algo
muy funesto si no las hacía, que en la oración había sufrido mucho por eso
y que lo veía como ahogándose en un mar terrible, el cual ella comprendía
que era esa enemistad. ¡Él desoyó todo esto instigado por los padres, pero
claro que con la conciencia no hay transacciones y que sus días debieron
ser terribles! Como, por otra parte, tenía tantas virtudes, espero que Dios
ha tenido misericordia de su alma. ¡Además, quizás Dios tenía designios
de justicia acerca de los indios de Urabá y purificación para nosotras y
para el mismo señor Arteaga!
Capítulo LIX. El Encuentro con monseñor Arteaga