Creepypasta de halloween

Imagen de la historia

La noche se deslizó sobre el vecindario como un sudario de terciopelo oscuro. Las calles, usualmente dormidas bajo el manto lunar, ahora vibraban con una energía febril, una antesala de la celebración inminente. En cada casa, las luces se filtraban a través de las ventanas, proyectando siluetas danzantes y creando un ambiente de calidez artificial que contrastaba con el frío que empezaba a morder el aire.

Pero no era la iluminación interior lo que capturaba la atención. Era la transformación exterior. Las fachadas de madera, esas paredes que guardaban los secretos de las familias que las habitaban, habían sido adornadas con un fervor casi religioso. Guirnaldas de calabazas talladas colgaban de los aleros, sus fauces vacías y sus ojos huecos parecían vigilar la calle con una expresión perpetua de asombro o terror, según la habilidad del artesano. Cada una era una pequeña linterna, pero la luz que emanaba no era uniforme; parpadeaba, se atenuaba, crepitaba con destellos anaranjados que jugaban con las sombras, dotando a cada rostro de una vida inquietante.

Los árboles que bordeaban las aceras, desnudos de sus hojas de verano, ahora se vestían con otro tipo de follaje: cadenas de luces de colores que se enredaban en sus ramas como enredaderas eléctricas. Centelleaban, invitando a la mirada, pero a medida que uno se adentraba en la calle, la profusión de luces se volvía un poco abrumadora, una distracción orquestada. Las hojas caídas, antes simples vestigios del otoño, ahora parecían alfombras crujientes esparcidas deliberadamente, invitando a los transeúntes a oír el sonido de sus pasos, a sentirse observados por el murmullo del viento entre las ramas desnudas.

La calle misma se convertía en un escenario, un camino cuidadosamente preparado para lo que fuera que la noche de Halloween prometiera. Pero había algo en la forma en que conducía. A medida que se alargaba, las casas a los lados parecían encogerse, volverse más distantes. La luz de las guirnaldas y los árboles se desvanecía gradualmente, cediendo el protagonismo a una oscuridad más profunda, más densa. Y al final, donde la calle se perdía en las sombras, una luz azul pálido comenzaba a manifestarse.

No era el naranja cálido y juguetón de las calabazas. Era un azul frío, casi etéreo, que brillaba con una intensidad sutil, como si fuera la única fuente de luz en ese rincón olvidado. Parecía un umbral, una invitación a un lugar que no pertenecía a este mundo de adornos festivos y luces parpadeantes. Era una promesa, o quizás una advertencia, envuelta en el misterio de la noche.

Nadie en el vecindario hablaba mucho de esa luz. Los niños, demasiado ocupados con sus disfraces y la anticipación de las golosinas, rara vez llegaban tan lejos en sus exploraciones nocturnas. Los adultos, absortos en la preparación de sus propias decoraciones, o quizás con un instinto de autopreservación que no podían explicar, evitaban la mirada directa hacia el final de la calle. Era un detalle discordante en la perfecta puesta en escena del Halloween, un elemento que no encajaba con la alegría forzada de la temporada.

Se decía, en susurros que se desvanecían antes de que pudieran ser escuchados, que las decoraciones no eran solo para la diversión. Que las sonrisas talladas en las calabazas eran verdaderas, que los árboles adornados con luces esperaban ser alimentados, de alguna manera, por la atención que atraían. Y que la luz azul al final de la calle… bueno, esa era la puerta a donde iban las cosas que las decoraciones no podían explicar.

Una noche, un joven llamado Leo, impulsado por una mezcla de escepticismo juvenil y una curiosidad malsana, decidió ignorar las miradas esquivas de sus vecinos y el peso invisible de la tradición. Se adentró en la calle decorada, el aire cargado con el olor dulce y rancio de las calabazas y la promesa de la noche. Las luces naranjas lo seguían, cada rostro tallado girando, observándolo a medida que pasaba. Sentía la presencia de algo más allá de la escenografía, una conciencia colectiva que emanaba de las sonrisas huecas y las ramas iluminadas.

A medida que se acercaba al final, el aire se volvía más denso, más frío. El sonido de sus pasos sobre las hojas crujientes era el único ruido, amplificado por el silencio antinatural. Las decoraciones de las casas más cercanas a la luz azul parecían diferentes. Las calabazas tenían expresiones más complejas, casi de agonía, y las luces de los árboles parpadeaban con una cadencia errática, como si estuvieran luchando contra una fuerza invisible.

Y entonces, lo vio claramente. La luz azul no provenía de un punto específico, sino que parecía emanar del propio aire, de la ausencia de oscuridad. Era como un portal, un agujero en la realidad que absorbía toda la luz a su alrededor, dejando solo ese resplandor insidioso. No había nada detrás, solo un vacío que prometía un olvido absoluto.

Leo sintió un tirón, una atracción sutil pero innegable. Las decoraciones a su alrededor parecieron cobrar vida de verdad. Las calabazas giraron sus cabezas al unísono, sus sombras alargándose como dedos fantasmales. Los árboles iluminados se sacudieron, como si estuvieran haciendo un esfuerzo por retener algo, o quizás por invitarlo a cruzar.

Dio un paso atrás, el corazón latiéndole desbocado contra sus costillas. Comprendió entonces que las decoraciones de Halloween no eran solo adornos. Eran una ofrenda, un señuelo. Habían sido dispuestas con un propósito, y él, con su curiosidad imprudente, había caído directamente en la trampa. La calle entera era una trampa, un camino meticulosamente diseñado para guiar a las almas incautas hacia ese umbral azul, hacia lo que fuera que acechaba en el vacío.

Se dio la vuelta y corrió. Corrió como nunca antes había corrido, ignorando el crujido de las hojas bajo sus pies, la sensación de ser observado por miles de ojos huecos. Las luces naranjas parecían burlarse de él, sus parpadeos resonando con una risa silenciosa y macabra. Sentía el frío del vacío persiguiéndolo, el tirón de la luz azul tratando de anclarlo.

Llegó a su casa, jadeando, con el cuerpo temblando. Cerró la puerta de golpe, echando el cerrojo varias veces. Se apoyó contra la madera, tratando de recuperar el aliento, pero el aire se sentía helado en sus pulmones. Miró por la ventana, hacia la calle adornada. Las luces parpadeaban, las calabazas sonreían, todo parecía la perfecta y festiva escena de Halloween.

Pero ahora, Leo sabía la verdad. Sabía lo que ocultaba la alegría superficial. Sabía que las decoraciones eran las guardianas, las señoras de la noche, y que al final del camino, la puerta azul siempre estaría esperando. Y a veces, solo a veces, esa puerta se abría lo suficiente como para dejar entrar algo, o para llevarse a alguien. Y nadie volvería a hablar de ello. Simplemente desaparecería, como una hoja arrastrada por el viento, o un destello de luz anaranjada que se apaga demasiado rápido en la oscuridad. El vecindario seguiría adornando, noche tras noche, hasta que la luz azul se encendiera de nuevo, llamando a la próxima ofrenda.