829 que no había otro remedio que aguantar. Mas, como la situación se puso demasiado tirante, y para ver de remediarla, me resolví a interrogar direc- tamente al padre, aunque con pena, porque mi presencia lo ponía peor. Me dijo: No las confieso porque no quiero y así como usted se mete en la conciencia de ellas, confiéselas. Padre le dije, no recuerdo cuándo me he mezclado indebidamente en la conciencia de ellas, le agradecería que me indicara o citara una vez, para enmendarme, pues a mí también me parece muy indebido eso. Sí, me dijo: Usted impide que se confiesen, cuando no le conviene que se acerquen al confesor. Pero, ¿cuándo lo he hecho, padre?. Estoy resuelta a pedir perdón de cuanto malo haya hecho y a corregirme, le ruego humildemente, decírme- lo. Dicho esto, me arrodillé y llorando le volví a rogar que me hiciera ver mi culpa y que confesara a las hermanas que estaban muy afligidas y que al fin, querrían volver a su casa, al verse privadas de los sacramentos. Entonces me dijo: Recuerde cómo hace unos quince o veinte días, cuando yo confesaba en el noviciado, no dejó a la hermana San Juan que se confe- sara, en cambio, arrimó la hermana del Niño, sin necesidad. Recordé al momento el caso y le expliqué: Efectivamente, amenazaba lluvia, era un poco tarde y el padre tenía que regresar del Pital a Dabeiba después de terminar las confesiones. La Hna. San Juan se acercó y me dijo: Madre, no tengo afán de confesarme porque hace muy poco que lo hice y al padre le va muy mal en el camino si se demora, porque va a llover y es tarde. Me pareció muy prudente la propuesta de la hermana y accedí. A poco, la Hna. Ma. del Niño, me pidió permiso para arrimar segunda vez y se lo di, precisamente por respeto a la conciencia, porque aquello detenía al padre y no debía ser; pero para dejarle toda la libertad he acostumbrado no negar estos permisos. Así pasaron las cosas y ya ve la manera como la interpretó el reverendo padre y cuán caro costó a las pobres hermanas. Cuando el padre oyó mi historia, quiso enojarse, diciéndome que men- tía pero se detuvo al sentir que yo le besaba los pies, y se levantó diciendo: No, yo no soy el Papa y se levantó a la carrera. Se mostró un poco apenado después y a la semana siguiente consintió en confesar a las hermanas. Imposible es enumerar todas las cosas semejantes a las ya referidas que nos pasaron con el reverendo padre Alfredo, como me lo indican los supe- riores, porque por lo mismo que las perdonaba tan fácil, las he olvidado. Capítulo XLIX. Nuevas dificultades con el padre Alfredo