380 ante mis angustias y persecuciones. Me decía a mí misma: Por qué su caridad, la de ellos, ¿no se duele de mi dolor? ¡Ah !Era que no había com- prendido que mi alma no tenía otro nido que el que ofrece al miserable, la Misericordia infinita! Gracias, Dios mío. Desde entonces me parece su- mamente natural la indiferencia de los hombres, ante los supremos dolo- res del corazón y no reclamo la compasión. Del deseo de verme compade- cida, me libró esta gracia. Aunque antes la sentía bien poco, por tener mucha experiencia, adquirida desde niña, de lo poco que valen los huma- nos. Pero siempre he notado que estos conocimientos se van dando al alma por grados. ¡Bendita la Providencia de Dios, tan suave y oportuna! Capítulo XXIII. Misericordia de Dios