1191 amar, que ya grandecito mi hermano, le preguntó en donde vivía su tío Clímaco Uribe. Ella lanzando un suspiro le dijo: ¡No, hijo, no es su tío, sino su bienhechor! ¿Y por qué bienhechor, mamá? Le repuso. ¡Porque es quien nos ha enseñado a sufrir, dándole muerte a su padre y dejándonos en la más espantosa pobreza! Esa fue la respuesta, la cual acabó bañada en lágrimas y haciéndonos arrodillar para rezar por el bienhechor que nos había hecho huérfanos, antes que conociéramos a nuestro padre. Así era ella, ¡por encima de todo veía la acción de Dios en todos los acontecimien- tos de la vida! ¡Por eso digo que se anticipó Dios a prevenirme con gracias especiales y que por eso, no me pareció nunca difícil el precepto de la caridad! Pero más tarde conocí esta santa virtud, de modo distinto. Sin duda, ninguna en esa forma ya no será la virtud, puesto que no cuesta trabajo tenerla, sino el Don del Espíritu Santo. ¡Veo de modo claro y fácil a los hombres, sean buenos o malos, amigos o enemigos, amables o déspotas, como cosas muy amadas de Dios ¡ ¿Y cómo no he de amarlos? Si el Señor de mi alma los ama y vierte en ello su poder y su sabiduría… y su bon- dad… y su magnificencia toda, ¿como no he de amarlos? Si cuestan tanto a Jesús, mi amado y mi Esposo adorado, ¿cómo no hacer algo por ellos? Si los pobres pecadores, son el puro retrato de las tres Divinas Personas que arrebatan mi alma, pero retrato empantanado, emborronado y maltrecho con pecados horribles, ¿cómo no lastimarme de ellos y tenerles el amor más delicado como a miembros enfermos de mi misma alma? Si Jesús dijo que Él era la Vid y nosotros los sarmientos, ¿cómo aborrecer al pobre sarmiento atacado por la peste? Si Jesús es el cuerpo y nosotras somos los miembros, ¿cómo no dolerme del miembro enfermo de Jesús, Dios y mi Señor Soberano? Y si se trata de los justos, ¿cómo no amarlos si son la niña de los ojos de mi Dios, del Dios que me enajena? Y si son los peque- ños y los pobres y los desgraciados, ¿como no amarlos si forman la por- ción más amada de Jesús y son los que se llevan la flor y nata de su amor y de sus caricias? Que son mis enemigos, ¡me dirán! Enemigos no los tengo, porque los que en apariencia lo parecen, son los que me han traído las mejores leccio- nes de mi Maestro Soberano, son los que me han enseñado la gran ciencia de sufrir por amor, son el cuchillo que me ha operado el amor de este mundo, que cual tumor canceroso, podía llevarme a la muerte del infierno. ¡En fin, no encuentro a quien no amar, porque todos tienen gran derecho a mi amor, y todos los creados son el resultado de una voluntad del Dios de mi alma, que me interesan sobremanera! Capítulo LXVIII. Luces sobre la caridad