1120 Al día siguiente hablé con varios pasajeros y me manifestaron el mis- mo descontento con el engaño y por la película. Si los pasajeros buenos no protestan llegará el día en que no podrá viajarse sin participar de lo que la conciencia rechaza o sin echarse encima el odioso título con que señala el mundo a los que no le siguen en sus desórdenes. El barco partió a la madrugada, dejando el puerto con el aviso de la llegada de un barco hermano del que salía y que sin duda, daría el mismo espectáculo. ¿Y quién hubiera creído que ese pobre barco al llegar a la Dorada había de quemarse totalmente y perecer en él el joven capitán? Así lo supimos algunos días después. ¡Dios! ¿Sería acaso un castigo? ¿Y esca- pó el nuestro tan culpable? ¡Ay Señor, qué inexplicable son tus designios! Muy temprano del segundo día de navegación llegamos a La Dorada y tomamos el ferrocarril que había de llevarnos a Ibagué. Ya habíamos arre- glado con la señora Ana Cárdenas de Molina que viajaba sola para Ibagué, a fin de prestarnos mutuo auxilio en los puertos bien conocidos ya por las dificultades que presentan los innumerables estafadores y negociantes que se presentan a los viajeros fingiendo atención y prestando engañosos ser- vicios. Y no fue en vano aquello porque como a ella salieron a encontrarla a Beltrán, pudimos estar muy amparadas. Algo muy providencial nos ocurrió en Beltrán: Sacó la madre San José el portamonedas para darle limosna a un pobre y no supo más de la monedera. Después de andar por varios lugares necesitó dinero y, ¿en dónde está la monedera? Inquieta vuelve a buscarla… solicita con el pobre mis- mo que había recibido la limosna a ver si él había observado en dónde la había guardado. Nada sabe el pobre… La madre asegura haberla vuelto al bolsillo… vuelve y revuelve aquel bolsillo… lo vacía por si estaba roto… nada! Al fin, la tranquilicé dicién- dole que no debe inquietarse ni buscar más, pues la viveza de los rateros sin duda había hecho su agosto. Se tiene ahora tanto arte para robar… Por otra parte, en un sitio tan lleno de gentes que pululan como un hormigue- ro, era imposible averiguar nada. Tranquilizándola encomendamos a Dios el caso y subimos al auto que debía llevarnos a Ibagué y partimos a gran velocidad. Ya casi llegando a Ibagué nos movimos de los respectivos puestos a fin de colocarme al lado del chofer y descansar un poco, cuando después de volverse a sentar pone la Madre San José las manos sobre las rodillas y siente que caen sobre algo extraño… mira y …¡era la monedera con todo su contenido que ascendía a unos seis pesos! Capítulo LXV. En el río Magdalena