1108 convinieron en mi renuncia. Recuerdo, padre mío, que aún así no dejaron comprender mucho gusto en ello. Pero por encima de eso pasé yo para ver de calmar al señor nuncio. Además, se convino en proponer a Roma una hermana que al encargar- se del superiorato, me dejara la libertad necesaria para cumplir con la vo- luntad de Dios en cuanto a darles a las hermanas lo que les pertenece y aún está en mi alma y en el aire, esto es, sin escribirlo, ni aún enseñarlo, a lo menos en mucha parte. Convinimos, por consiguiente, en la reverenda madre María San José en quien concurrían algunas de las condiciones requeridas. Presenté la renuncia y el señor Toro se la comunicó al excelentísimo señor nuncio, dejándole a él el asunto de pedir a Roma el nombramiento de la reverenda Madre San José, pues reunir el capítulo general, era cosa muy costosa en las circunstancias actuales y casi un im- posible hacerlo, en atención a la crisis monetaria del país y de la pobre Congregación que acababa de perder cuanto tenía. El excelentísimo señor se mostró muy complacido y no tardó la res- puesta de Roma nombrando a la madre San José, quien se posesionó por los tres años que faltaban para el sexenio, de modo que casi los tres los gobernó como encargada y los otros tres como en propiedad y hasta ahora parece que el señor nuncio está tranquilo. Apenas puede creerse que haya a quien le guste ejercer la autoridad, aunque sea la menor, siendo una carga de responsabilidades tan terrible y sobre todo, siendo una verdad tan grande la de que el que manda es el que más obedece, porque ha de andar complaciendo y plegándose hasta a los caprichos de otro, con el fin de evitar males mayores y que sin embargo, tiene que llevar las cosas en orden y responder a los fines del Instituto. Dios mío, qué cosas las de la vida. Dentro de mí tengo que si no fuéramos los hombres, y la soberbia, y el deseo de honores, los que nos pusieran tontos, no habría quién voluntariamente asumiera los tales cargos de auto- ridad. Pero es una verdad, que hay muchos que desean tan terribles cargos y por consiguiente, nada tiene de raro, que se le suponga esa loca ambi- ción a otros. Además, muchas veces no será ambición de mando lo que guía, sino el deseo de hacer el bien y de dar el don que se ha recibido y entonces no tiene por qué vulnerarse el proceder de algunos. Por lo demás, no veo la hora de llenar este programa que Dios le ha dado a mi alma para mis hijas, para dejarme caer en paz, ya sea en una cama, ya en la tumba. Qué gusto dará al alma Dios cuando ya la vea sin Capítulo LXIV. Elección de superiora general